Los
aconteceres de nuestra existencia marcan los tiempos de nuestras vidas. A veces
un solo día o una sola hora marcan el punto de inflexión de lo que seremos o
podríamos haber sido. Los cuarenta días
que Jesús pasó en el desierto marcaron el inicio de la comunidad cristiana. El
evangelista Mateo (Mt 4, 1-11) narra el episodio de la vida de Jesús en el
desierto, 40 días y 40 noches, paso previo y necesario para que comenzara su
ministerio ¿Por qué cuarenta días? Por su paralelismo histórico con el
peregrinaje del pueblo israelita en su viaje a la tierra prometida por el
desierto durante cuarenta años. También Moisés se preparó en el desierto con
cuarenta días en ayuno y oración para recibir las tablas de la ley. Para el
evangelista Mateo, Jesús, antes de comenzar su misión de crear al nuevo Israel
(la comunidad de discípulos), debe ser probado en el mismo escenario en que lo
fue Moisés, el formador del Israel del Antiguo Testamento. Y pasando la prueba,
Jesús demuestra que está listo para llevarnos a la tierra prometida, que en
Mateo es el Reino de Dios que Jesús mismo proclama (Mt 4:17). Cabe agregar que
el desierto también era el escenario del poder del mal y de la ausencia de
protección, así como el lugar donde, en el día de la expiación, se soltaba y se
abandonaba a un macho cabrío al que se le hacían llevar sobre sí todos los
pecados (Lv 16:21-22). Para los cristianos este periodo de tiempo -40 días- es
conocido como tiempo de cuaresma, a lo largo del cual, son llamados a reforzar
su fe mediante diversos actos de penitencia y reflexión.
La
penitencia es uno de los siete sacramentos de la Iglesia católica. La fe
católica considera que se trata de un sacramento de curación instituido por
Jesucristo, y que quienes se acerquen a él con las debidas disposiciones de
conversión, arrepentimiento, y reparación reciben el perdón de Dios por sus
pecados y la reconciliación con la Iglesia. Es por lo tanto un sacramento de
reconciliación con Dios. La reflexión siempre debe acompañar a toda
reconciliación, es cuando se considera detenidamente actos y circunstancias que
nos han supuesto un dolor y un alejamiento de la persona querida u ofendida. El
periodo de reflexión obliga a enfrentarnos con nuestros fantasmas del pasado,
con esos momentos donde la falta de lucidez ha hecho caer en la tentación. Pero
toda meditación, pensamiento o reflexión obliga que se le dedique un tiempo. Nadie
es capaz de hacer bien sus tareas si está distraído, si se aparta del fin
perseguido. Precisamente muchos de los problemas que nos importunan en nuestra
vida son respuesta a nuestra falta de atención, reflexión y expiación, mediante
la realización de algún sacrificio. Quién no es capaz de dar respuesta a esos
problemas entra en una dinámica de desesperación, angustia y desolación.
San
Ignacio de Loyola, en su libro "Ejercicios Espirituales", indica que
la desolación, es toda obscuridad y confusión interior, toda propensión hacia
las cosas mundanas y bajas, toda perturbación, inquietud o tentación contra la
fe, la esperanza y el amor. Los pensamientos que nacen de ellas son totalmente
opuestos entre sí. Por eso en tiempos de desolación no debemos revisar ninguna
de las decisiones de nuestra vida espiritual, ni de nuestro estado de vida, ni
hacer cambio de ninguna clase, sino perseverar en las decisiones previamente
tomadas. En la desolación estamos dirigidos por el mal espíritu y somos
incapaces de tener confianza, seguridad o certidumbre de lo que debemos hacer. Nos
falta fe. Jesús en el inicio de su vida pública tuvo la fe de sentirse siempre
consolado por el Padre, poniéndose a prueba, al enfrentarse a las tentaciones
de satanás. Una prueba de cuarenta días de ayuno, oración y penitencia. Salió
reforzado capaz de todo hasta de compartir sus poderes con sus discípulos.
El
desierto de nuestras vidas es escenario propicio del poder del mal, de la
ausencia de protección, de la tendencia o atracción por lo mundano, de
inquietud y tentación contra la esperanza, el amor y la fe. Todo ello es parte
y causa de la tristeza y el resentimiento. Llevamos dentro la propensión humana
a la mentira, la envidia y la violencia, que contaminan nuestra vida y la hacen
proclive a todo tipo de estímulos que inducen al mal. Debemos limpiar nuestros
corazones de toda esa contaminación con el elixir de la reflexión, oración y
penitencia, que nos permitirán hacer un descanso en el camino de nuestras
ajetreadas vidas. Un camino lleno de lisonjas, adulaciones interesadas que se
hacen para ganar la voluntad de la persona, pero que son como la espuma del mar
que flota en la superficie, pero que solo puede adornar los abismos del dolor
que invade nuestro interior. Los cuarenta días, la cuaresma que cada año se nos
regala para tomar ese elixir debe ser aprovechada. Es un tiempo que permite
tener el terreno de nuestro corazón preparado para la siembra del bien,
mullido, fresco y receptivo para recibir la palabra de Dios y sea oída.
Vivimos
en un mundo que ofrece tantas riquezas, distracciones y preocupaciones que
pronto ahogan la palabra de Dios. Seguimos abstraídos por los bienes de este
mundo sin darnos cuenta de lo mucho que ya tenemos. Necesitamos de muchas
cuaresmas, para reflexionar sobre nuestra vida, la vivida y la que aún nos
queda por vivir. La vivida, para poner remedio al mal realizado, y la que nos
quede por vivir, para cambiar y ser más entregados, más austeros, más
penitentes de nuestras debilidades y desasosiegos. Cuarenta días son pocos,
pero menos es no tener ninguno para tomar más en serio nuestras vidas. Dios
sabía que, con el tiempo, su pueblo se olvidaría de la estancia en el desierto
con Moisés. Dios disfruta del tiempo pasado entre nosotros, pero también sabe
que pronto olvidamos, que pronto nos cansamos, que nos falta resiliencia,
fuerza y determinación, por eso estipuló las festividades. Cada año debemos
recordar, debemos ir de nuevo al desierto, pasar esos cuarenta días con la sola
compañía de Dios.
José
Antonio Puig Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Blog:
http://josantoniopuig44.blogspot.com.es/
Twitter:
@japuigcamps
Publicado
26-02-2018
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