La vida actual ofrece enormes
posibilidades de acción y distracción, y el mundo las presenta como si fueran
todas válidas y buenas. Todos estamos expuestos a cambiar rápidamente de
opinión, es como si tuviéramos un mando a distancia de la tele y, ante las
alternativas que se nos presentan en la vida, estuviéramos expuestos a un
zapping constante. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos con
facilidad en marionetas a merced de las tendencias del momento. Somos libres,
pero esa libertad obliga a examinar lo que hay dentro de nosotros y lo que
sucede fuera de nosotros para poder reconocer los caminos de la libertad plena,
por ello estamos obligados a examinarlo todo y quedarnos con lo bueno. Opinión,
libertad, discernimiento, cuestiones que nos conducen a preguntarnos ¿cómo vivo
yo? Tenemos experiencia de vivir. Impulsos internos e influjos externos
efectúan en mí múltiples procesos. Y en ellos, unos se realizan necesariamente,
sin darnos cuenta, tales como movimientos involuntarios que responden a
estímulos o a sucesos positivos o negativos, la coacción en sus múltiples
formas y todo lo que incluimos bajo el nombre de rutina. En cambio otros, soy
yo realmente el que actúa y, como consecuencia, me debo responsabilizar de
ello. En aquellos, los no voluntarios, la acción no procede de mí y en
consecuencia la acción libre no pertenece de modo único a la persona. En los
otros, la acción libre pertenece de modo único al que lo realiza,
manifestándose el verdadero “yo”.
Cuando me pregunto “cómo vivo
yo”, se trata de saber cómo el “yo real”, con su libertad real, vive en el
mundo real. Un mundo donde no solo se da el sustrato material de procesos
físico-químicos –cómo en el reino inanimado-, ni solo el anónimo sujeto de los
fenómenos biológicos –como en vegetales y animales-, sino también la persona
libre, capaz de acción. Capaz de elegir libremente lo bueno y lo malo. Para
poder enjuiciar la diferencia que existe entre lo que es bueno y permisible, de
lo que no lo es, el ser humano debe tener un modelo de valores que permita
distinguir una cosa de otra. Discernimiento, lucidez o sensatez. Cualidad que
nos permite actuar con reflexión y precaución para evitar posibles daños.
Instrumento de lucha personal para seguir mejor cada momento de nuestra vida,
preparación para el debate diario y posibilidad de no dejar pasar el momento
que nos permita mejorar en nuestra vida, saber cómo estamos viviendo. Ese
discernimiento en nuestra vida no solo es necesario en momentos
extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o cuando hay que
tomar una decisión crucial. No pensemos que debemos saber discernir solo en
situaciones extremas o relevantes. Saber discernir en lo pequeño, en lo que
parece irrelevante nos examina de nuestra capacidad para elegir adecuadamente y
nos prepara para lo grande. La magnanimidad, la generosidad y la nobleza de
espíritu, se muestra en lo simple y en lo cotidiano.
El discernimiento es una gracia y
aunque incluya la razón y la prudencia, la supera. Se trata de vislumbrar
nuestra misión en la vida, ese proyecto único e irrepetible que Dios tiene para
cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y límites. No está
en juego solo un bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni
siquiera el deseo de tener la conciencia tranquila. Está en juego el sentido de
mi vida, el cómo vivo yo. Esta gracia, como tal, no requiere capacidades
especiales ni está reservada a los más inteligentes o instruidos, sino a los
más humildes. Exige silencio para percibir mejor el lenguaje que nos interprete
el significado real de las inspiraciones que creímos recibir, para calmar las
ansiedades y recomponer el conjunto de la propia existencia. A todos, ese
silencio nos permite dejar nacer una nueva vida iluminada por el Espíritu, que
requiere partir de una disposición a escuchar: al Señor, a los demás, a la
realidad misma que siempre nos desafía de maneras nuevas. Solo quién está
dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su propio punto de
vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus caprichos.
No es exagerado decir que buena
parte de nuestro bienestar depende de saber renunciar. Seguramente la palabra “renuncia”
ya genera animadversión a muchas personas. No es para menos. Vivimos en una
cultura que nos invita todo el tiempo a conseguir y a acumular, no a renunciar.
Una cultura que relativiza todo y que, como consecuencia, nos hace acreedores a
tener todo sin importar los medios para alcanzarlo. Es la antesala de la
corrupción material fruto de la corrupción espiritual. Una ceguera cómoda y
autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el
egoísmo y tantas formas sutiles de procesos autorreferenciales. Unos procesos
que van construyendo su propia realidad aplicando principios y reglas generados
internamente, egoístamente, sin discernimiento alguno. Las personas que sólo
son autorreferenciales parecen centradas en sí mismas y son arrogantes, pues,
carecen de referencias externas. Cuando una sociedad se aclimata a vivir con
esa corrupción espiritual pierde la capacidad de discernimiento, lo acepta
todo, lo permite todo, lo relativiza todo. Una corrupción qué, como un cáncer,
va creciendo inexorablemente en todos los niveles de la sociedad. La honradez se convierte en un autosacrificio
y es cuando la sociedad está condenada al ostracismo.
¿Cómo vivo yo? ¿Nos sirve para
algo tener más calidad de vida, más longevidad, más comunicación, si al final
el sentido común se viene abajo? ¿Tengo la capacidad natural de juzgar los
acontecimientos y eventos de forma razonable? Estas y otras muchas preguntas
deberíamos hacernos para ir construyendo el entramado de nuestra forma de vida.
Para distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas.
Tener la capacidad y prontitud para diferenciar lo verdadero de lo falso, lo
justo de lo injusto, la sabiduría de la ignorancia, el bien del mal..., eso es
el discernimiento. Una condición esencial en nuestra vida que progresa
educándose en la paciencia, en la generosidad –hay más dicha en dar que en
recibir-, estar dispuestos a renuncias hasta darlo todo. Si asumimos esta
dinámica, entonces no anestesiaremos nuestra conciencia y la abriremos
generosamente al discernimiento, el cual no es un autoanálisis ensimismado o
una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia
el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado
para el bien de los demás.
José Antonio Puig
Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Blog:
http://josantoniopuig44.blogspot.com.es/
Twitter:
@japuigcamps
Publicado 18-11-2018