La primera caracterización que se da de la “esperanza” es
que consiste en aguardar (“guardar”: buscar con la mirada) la obtención o
preservación de un bien que se aprecia. Si pensamos que la “fe” se describe
como la creencia en lo sabido, es decir, creer algo que no hemos visto y que
nos ha llegado por el oído o por el testimonio de otra persona, entonces, cabe
decir que la esperanza consiste en buscar con la mirada lo que nos ha sido
dicho de palabra (creer que veremos lo que se nos ha anunciado: fe). De ahí
que, según los teólogos, en el cielo no será necesaria ni la fe ni la esperanza
(se dará ya la visión de Dios) y solo queda la “caridad” activa y
perfeccionada.
El entorno propio de la esperanza es, al menos, el de una
relativa incertidumbre, el de la ausencia del bien completo y cumplido. Cabe
tener esperanza si se es consciente de no vivir en el mejor mundo posible; si
se tiene miedo de perder lo que se espera lograr o conservar. El temor y la esperanza
forman parte de la lente de incertidumbre con la que se nos hace visible el
destino de las cosas y de todo lo humano. Sabe ver lo mejor de cada cosa quien
teme lo peor, por ello la esperanza es la no abandonada expectativa de lo
mejor.
Actualmente se está educando, a través de todo tipo de
medios: escuela, televisión, radio, tertulias, literatura, etc., en la
desesperanza o en que se crea que la esperanza no es necesaria, por ello no se
quiere hablar de la muerte, ni de la enfermedad, ni de la vejez. Si se hablará
de ello, se estaría sacudiendo la modorra anestésica de nuestro mundo y se tendría
que decir claramente que la esperanza es necesaria.
Considerar el mundo y la vida de cada uno como el territorio
donde el bien y el mal se enfrentan, parece tener sentido solo en la epopeya,
en la poesía heroica, en la religión o en la visión infantil, donde el bien y
el mal están detrás de todo lo que sucede. Es tener conciencia de que se
necesita recibir ayuda, de necesitar asistencia y socorro para no sucumbir al
mal. Ser como niños, reconquistar la fantasía moral de la infancia, es lo
que entraña la esperanza. Es esa fantasía moral la que desinhibe los complejos
que nos impiden desear que sea el mundo y la historia la que acabe bien.
Esa falta de complejos que permite aspirar y tener buen
ánimo para lo más grande, para lo más inaccesible, tiene un nombre que es
“magnanimidad”, la virtud de aspirar a lo mejor y el buen ánimo de procurarlo.
Es tener el alma grande y el ánimo dispuesto para lo mejor y lo mayor, pues lo
contrario de la magnanimidad es la mezquindad. La mezquindad es el refugio en
el que se esconden, a veces inconscientemente, los que viven sin esperanza.
José Antonio Puig Camps (Navidad 2013)