Para
Weber el problema de legitimación de las formas de dominio se juega en la
brecha que existe entre las pretensiones de legitimidad y la creencia en esa
legitimidad. Entre lo que unos pretenden que se crea y lo que otros están
dispuestos a creer existe una brecha y es precisamente en esa fisura donde
Ricoeur sitúa la ideología, cualquier ideología. Los discursos políticos o
ideológicos tienen el papel de venir a saturar o unir esa brecha, a colmar la
distancia que separa las aspiraciones de legitimidad de los grupos (políticos)
dominantes y aquello que las personas (pueblo) pueden razonablemente llegar a
creer.
Es
aquí donde aparece la retórica de los políticos que, mediante ella, transforman
sus intereses personales en ideas rectoras de la sociedad. Pero lo curioso es
que esta forma de transformar intereses, egoísmos o pretensiones, en culto o
seguimiento de la sociedad, no supone en principio ningún engaño u ocultación,
es la magia del poder, nada por aquí, nada por allá, y te hacen ver lo que
ellos quieren. Empieza el espectáculo y la política es un cuento que se va
escenificando en ese gran teatro de la sociedad. Son estrategias de partidos y
políticos que se orientan a estimular sentimientos y emociones, recurriendo así
a promover en las audiencias un tipo de motivación carismática (weberiana).
Esto no es algo nuevo, pues numerosos estudios sociales de la ciencia han
mostrado que tanto la persuasión sea racional y/o sentimental, basada en
creencias y/o fundada en razones, son indisociables entre sí.
En
ese teatro, la escenificación de los políticos debe ser perfecta, y una vez han
conseguido suturar la brecha entre “ellos” (aparato de ejercicio del poder) y
“nosotros” (miembros sobre el que se ejerce ese poder) con la ideología, es
necesario “algo” para producir o mantener esa ideología, es en esto donde entra
la actividad metafórica que se muestra como un dinamismo privilegiado para la
producción de ideología. Lo vemos, por ejemplo, cuando los Gobiernos emplean
nuestros dineros para financiar las perdidas de un sistema financiero, de la
que “nosotros” somos reacios a contribuir. El poder presenta entonces ese
sistema financiero como si fuera un
organismo doliente y cuyo sufrimiento puede el ciudadano contribuir a paliar,
la desconfianza de “nosotros” empieza a debilitarse en la medida que se
trasladen hacia ese sufriente sistema financiero los sentimientos compasivos
que la imagen de una dolencia haya despertado en él. Ese tipo de metáforas (“el cuerpo de la economía se debilita”, “es necesario inyectar liquidez”, “flujos de capital” etc.) producen un
“plus de creencia” en el ciudadano que colma la distancia entre la credibilidad
que se exige y la que es razonable otorgar. Solo entonces cuadran las cuentas,
solo entonces llega a hacerse creíble todo lo que se pretendía que la gente se
creyera. Vuelve el espectáculo, y ahora el cuento vuelve a transformarse en
política.
La
metáfora actúa así como un trampolín de
sentimentalidad y credibilidad que dirige su impulso hacia las instituciones de
un sistema económico que habían dejado de merecer tales efectos. Además este
recurso retórico (la metáfora) tiene la ventaja de ser especialmente resistente
a su deslegitimación, cosa que no ocurre con los discursos políticos, que
corren el riesgo permanente de verse deslegitimados ante la acusación de
mentira, de hecho, ésa suele ser la táctica mas socorrida en la batalla
política por el poder entre los partidos. Sin embargo, el recurso a la metáfora
sitúa el discurso en un registro donde la imputación de verdad o mentira no
tiene sentido. Una metáfora no es verdadera ni falsa, solo es mas o menos
creíble, o verosímil.
Nadie
podrá acusar a un político de mentiroso al hablar de los flujos de capital
“como si” de flujos sanguíneos se tratara, no hay ninguna intención de engaño
pues “todo el mundo” sabe que el capital no es sangre; aunque todos sabemos que
si se colapsan los flujos de capital, el cuerpo de la economía morirá a menos
que se le administren inyecciones de liquidez en grandes dosis. Así que el
capital es sangre y no es sangre, es ambas cosas a la vez y también ninguna de
las dos. Ese que es el punto débil de la metáfora para un discurso serio
(apodíctico) es precisamente su punto fuerte para el discurso político
(ideológico). Volvemos pues de la política al cuento, lo malo es que siempre
pagan ese cuento los mismos “nosotros”.
José
Antonio Puig Camps (con mi agradecimiento al profesor
Lizcano). Enero 2013