Vivimos
en un mundo donde la sinceridad está a la baja, se valora más la hipocresía, ya
que los sinceros siempre son los malos. Nuestra sociedad es pura fachada, un
entorno donde se finge lo que no se siente y se disimula lo que en realidad
sentimos. La adulación oportuna, las verdades a medias, el embuste, el fraude,
la trampa y el encubrimiento, son el pan nuestro de cada día. Todos sonríen
entre ellos, pero nadie se fía de nadie. Todos somos extraños en un mundo donde
cada vez la comunicación es mayor.
Para
quedar bien, utilizamos los mejores argumentos adornados con frases hechas, e
incluso somos capaces de dejar boquiabiertos a quienes nos escuchan, pero
nuestro discurso está carente de solidaridad, coherencia, hermandad, caridad, y
mostramos con nuestros hechos que mentimos. La única verdad es la mentira. Solo
nos preocupa nuestro confort, nuestros problemas, nuestros intereses, lo
nuestro; sin tener el más mínimo interés por los demás. Lo peor es que no nos
damos cuenta de que actuamos así.
No nos
damos cuenta, o mejor dicho no queremos que los demás se den cuenta de nuestra
hipocresía, y para ello utilizamos la máscara. En el teatro, los griegos
utilizaban la palabra hipocresía (hypokrisis) para designar al actor que
utilizaba máscara y disfraz para representar un personaje ajeno a él, para
actuar y fingir. La hipocresía es una forma de mentir, de fingir cualidades o
sentimientos que no tenemos. La religión de los fariseos era hipocresía, una
forma abyecta y despreciable de la palabra al utilizar la relación con Dios cómo
objeto de vanagloria personal. La hipocresía es cómo una levadura que contamina
nuestra vida, muchas veces pasa inadvertida, pero nos afecta, nos hace pecar,
no nos permite ser agradables ni a Dios ni a nuestro prójimo.
En el
periódico “La Opinión de Málaga”, Rafael de Loma, publicaba un artículo donde,
entre otras cosas, decía: A la gente se
la conoce en los momentos de la verdad. Siempre fue así, pero nunca lo
percibe nadie en su auténtica dimensión hasta que sufre el zarpazo de la
hipocresía. Una hipocresía que nos mantiene agazapados, sin alzar la voz,
siempre en silencio, no sea cosa que si digo la verdad me meta en un lio. Nos
abstenemos de opinar de las injusticias, huimos de los problemas ajenos, no
queremos decir en público, a cara descubierta, lo que pensamos e incluso
decimos en petit comité.
La
hipocresía es la mentira, el ocultamiento, el disfraz, la apariencia, que
indecentemente solo se preocupa de nuestro exterior, cuando lo que
verdaderamente importa es preocuparnos por nuestro interior. La felicidad anida
en nuestra alma, es interior, por lo tanto no dependerá de lo que tenemos sino
de lo que somos. El antónimo de la hipocresía es la autenticidad, la franqueza,
la lealtad, la integridad. Esa integridad que llamamos honestidad. Hoy el ser
honesto con nosotros mismos, y no digamos con los demás, está a la baja, no se
valora, pues obliga a la persona a ser moderada, respetuosa, decente. La
hipocresía está unida a la mentira; la honestidad a la verdad.
Aristóteles,
en su Metafísica, presenta la siguiente formulación: “No se puede ser y no ser
algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”. Una declaración explicita del
principio de no contradicción. Un principio que al negarse, o no observarse,
hace que surja una contradicción lógica formal. Es pues una falacia querer y no
querer algo al mismo tiempo y eso los vemos actualmente en el comportamiento de
algunos partidos en España. Así, el partido socialista, está en la quimera de
no querer terceras elecciones y a la vez no da opción a la formación de un
gobierno estable para España. Claro que un comportamiento que está subido a la
carreta hipócrita del “si”, pero “no”, está claramente abocado al fracaso. Y es
eso lo que le está ocurriendo al partido centenario que quiere ser oposición
sin que haya gobierno.
José Antonio Puig Camps.
AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Twitter: @JapuigJose
Publicado 02-10-2016