Recuerdo
que por estas fechas, hace de eso muchos años, íbamos preparándonos para la
vuelta a las clases, la vuelta al cole. Un retorno que siempre se hacía muy latoso,
una losa que había que levantar -si o si- a pesar de lo que nuestra mente nos
proponía. Un nuevo curso repleto de incógnitas pero con algo muy grato: volver
a ver a los amigos. Una cita esperada en la que nos contábamos lo que habíamos
hecho en nuestras vacaciones estivales. Confesiones, entre colegas, de vínculos
veraniegos adornados con aspectos, muchas veces soñados, que repetidos en
nuestra mente los hacíamos realidades para contar una y muchas veces.
Ahora
vuelvo o volvemos todos de nuevo al cole. Al colegio de la vida, a la
institución que nos reúne a los seres humanos a través de nuestras
relaciones sociales, de nuestras vivencias cotidianas, de nuestro trabajo. Un
volver que hacemos con la esperanza de encontrar cambios y novedades en nuestro
entorno societal. Una esperanza de que algo se haya modificado en aquella
rutina prevacacional. Pero la realidad del reencuentro nos despeja de
nuestro sueño y nos ratifica en nuestra forma de ser y pensar sobre esos seres
que nos rodean y que llamamos humanos.
Nos
reencontramos con una juventud carente de fantasía. Chicas y chicos que visten
igual, son cómo ejércitos uniformados. Ellas con su pantalón ajustado vaquero,
botines o botas y grandes tacones. Ellos casi lo mismo pero con zapatos
deportivos. En cuanto a su peinado es todo un poema, colores atrevidos y
cabezas rasuradas por los lados –uno o los dos-, extensiones rizadas que dan
que pensar en la higiene de esas cabezas. Ellas y ellos comparten la misma
afición: el móvil, los tatuajes, los cascos. Esos smartphone y tablets que los
aíslan de la sociedad a la que pertenecen y que les hace vulnerables a modas y
caprichos de terceros. Una juventud cuyo grito a la libertad queda ensombrecido
y empobrecido al ser esclavos de una moda que les está privando de ella.
La
vuelta al cole, a la institución socializadora de la vida, también nos hace
reencontrar con aquella situación política que dejamos tras las elecciones que
parecían marcar el inicio del verano y la sensatez en los políticos.
Creíamos que al regreso se habría transformado esa clase política que pensaba
en las elecciones y nos encontraríamos con estadistas que pensaban en cómo
gobernar y preparar el futuro de los ciudadanos. De nuevo la realidad nos
despertó del sueño veraniego y nos hace aterrizar en la sustantividad de lo que
tenemos. Y lo que tenemos es de nuevo políticos que, incapaces de resolver los
problemas que la sociedad demanda, siguen pensando en unas nuevas elecciones
navideñas.
En
cuanto al problema de la migración de los pueblos, dolorosa e inhumana, sigue
estando ahí. Unas migraciones consecuencia, cómo dice Viktor Orbán, de la
descomposición de los países del norte de África y sus procesos políticos, que
ha roto la línea defensora, baluarte y parapeto de Europa, de las masas
procedentes del interior de África que hoy ya no es capaz de defender. Hay
verdaderos refugiados pero hay muchos más que quieren aprovechar las ventajas
del modo de vida europeo. La Unión Europea solo tiene principios pero no tiene
soberanía verdadera que le permita abordar este problema. Pero cuando personajes
públicos, cómo el cardenal Cañizares, el presidente del gobierno húngaro o el
ministro de finanzas alemán, alertan de que es imposible defender a los
europeos de las masas de inmigrantes ilegales, se les tacha de insolidarios.
Palabras
arrancadas dolorosamente al silencio político que, cómo señales de náufragos
débiles y desesperadas, quieren alertar de un peligro latente en nuestra
sociedad. Porque entre los vicios más extraños y graves de nuestra época, hay
que mencionar el silencio. Somos una sociedad rica en silencios, fruto del
sentimiento de culpa que, a no tardar, nos hará sentir vergüenza y desesperanza
y, lo que es peor, nos mostrará toda su miseria.
Los
nuevos encuentros, de nuestro periodo vacacional, nos han hecho conocer nuevas
gentes y costumbres pero, por desgracia una y otra vez, nos hemos visto ante la
falta de urbanidad, respeto al prójimo, buen gobierno y atención al necesitado,
parte de un compendio de acciones fruto de una profunda y antigua inteligencia.
Una inteligencia que sigo buscando, no la encuentro, me es invisible o
perceptible en modo alguno en la gente que pasa por la calle. No se descubre ni
rastro de ella mirando alrededor. He vuelto al cole de la vida esperando en
vano que al hablar, por casualidad, con el primero que pasa me encuentre con
palabras de humana sabiduría.
José
Antonio Puig Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Twitter:
@JapuigJose