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"Cuando la vista se cruza con el deseo, haz que impere la razón".
(José A. Puig)





lunes, 19 de agosto de 2024

LIDERAZGO BASADO EN LA INTEGRIDAD

 

La integridad en el liderazgo es un aspecto crucial que juega un papel importante en el fomento de la confianza, la credibilidad y la toma de decisiones éticas. Es, en definitiva, la aplicación de principios morales y valores que buscan la justicia, el bienestar y trato adecuado de las personas, asegurando coherencia y transparencia en las prácticas del liderazgo. Los líderes que demuestran integridad en sus acciones tienen altas probabilidades de ganarse el respeto y la admiración de su equipo y de las personas de su entorno social y político. La integridad es fundamental para que los líderes tomen decisiones éticas que priorizan el bien mayor en lugar del beneficio personal, incluso en las situaciones desafiantes. Un buen líder nunca se enconderá ante esas situaciones, muy al contrario, dará la cara, se comunicará abiertamente dando todo tipo de explicaciones y mostrará abiertamente las acciones que piensa tomar. Esto reforzará el desempeño de su equipo, establecerá confianza en su gestión y atraerá a personas talentosas que desearan formar parte de una organización con un liderazgo ético y sólido, capaz de enfrentarse con éxito a cualquier situación.

El liderazgo político es uno de los fenómenos menos comprendido y más estudiado por parte de las ciencias sociales. Tal es así, que no existe una definición consensuada sobre liderazgo político y, por el contrario, sus definiciones se han multiplicado tanto como los estudios dedicados al tema. Unos estudios compartidos por la antropología, la filosofía, la psicología, la sociología y la teoría de las organizaciones; entre otros muchos donde se le ha dado diversidad de enfoques: teorías sobre rasgos personales, el conductismo…Pese a ello, desde hace menos de un siglo, en la mayoría de las disciplinas que estudian este fenómeno existe un debate entre dos opciones analíticas opuestas y/o dualistas: una micro (de carácter individualista) que ha hecho hincapié en el sujeto; y otra de carácter macro (colectivista) que subraya el efecto circunstancial.

La primera, la micro, es conocida como la “Teoría del Gran Hombre”, procede del s. XIX, e indica que la historia se justifica en gran medida por el impacto de grandes hombres, o héroes, prestos a definirse como individuos altamente influyentes que, gracias a su carisma personal, inteligencia, sabiduría, o dotes políticos, utilizaron su poder de tal manera que éste tuvo un impacto histórico decisivo. Esta teoría se hizo popular en la década de 1840 por Thomas Carlyle (rector de la U. Edimburgo). Sin embargo, en 1860, Herbert Spencer indicaba que los grandes hombres son, en realidad, producto de sus sociedades. Con ello se minimizaba la primacía de los grandes hombres, dando pie a la segunda opción analítica, la macro, donde las acciones de estos serían imposibles sin las condiciones sociales que los precedieron. Esta dualidad de opciones se corresponde con las denominadas visiones “subjetivista” y “objetivista” del liderazgo. Sídney Hook intentó armonizar ambas opciones distinguiendo entre “hombre memorable” y el “hombre creador de historia”, o José Ortega y Gasset cuando propuso el desarrollo de la razón vital e histórica como alternativa a la milenaria.

Si pasamos revista a la actualidad política debemos preguntarnos cual es la diferencia que lleva a un líder político a ser obedecido de la forma diferente a la de un tirano. La diferencia parece sencilla de establecer, el tirano consigue la obediencia en tanto instrumento coactivo del Estado que hará lo que sea para que el sátrapa sigue en el poder. En cambio, el político consigue alzarse como líder dentro de un partido político u organización, porque transmite un objetivo político claro y transparente que es capaz de seducir a sus seguidores, militantes y votantes. Es la diferencia entre el déspota y tramposo, que pasara a la historia como un abusador del poder que lo utilizara para encumbrarse y mantener el dominio del pueblo a costa de lo que sea, y el líder que transmite un objetivo político capaz de seducir, creando un orden simbólico que incorpora conocimientos, valoraciones y definiciones claras y veraces de la realidad.

Un ejemplo de tirano lo tenemos con los presidentes de Nicaragua (Daniel Ortega), Venezuela (Nicolás Maduro) o Cuba (Miguel Diaz-Canel), arquetipos de los destructores de un país con tal de mantener el poder. Una especie que, en otros países, como España, están tomando como modelo ejemplarizante para perpetuarse como suprema potestad rectora y coactiva del Estado. Un personaje que dista mucho de la razón histórica de Ortega, pues será incapaz de hacerse cargo de los problemas humanos, al alejarse de analizar problemáticas concretas e históricas, para centrarse en ideas y conceptos abstractos, fríos, sin humanidad. Conceptos que le mantendrán muy alejado del liderazgo basado en la integridad y pasará a la historia, esa historia que Sánchez tanto anhela, como un depredador de las instituciones básicas del Estado. Pedro Sánchez cree estar llamado a realizar grandes obras, su perfil psicológico, propio de dictadores, quedo definido por el excanciller David Owen y el psiquiatra Jonathan Davidson como “Síndrome de Hubris”, un trastorno de posesión de poder.

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