La
ausencia en España de una cultura de pactos se refleja estos meses en las
críticas de unos y otros contra los que asumen la responsabilidad de llegar a
acuerdos cediendo parte de sus intereses políticos. Este tipo de acusaciones es
propio de aquellos partidos que conciben la política cómo un mero litigio de
siglas. Un litigio que pone de manifiesto que lo único importante es lo que
propone mi partido B por ser afín al C, y no lo del A que, al ponerle tal o
cual muletilla -repetida hasta la saciedad- se le estigmatiza lanzándolo al
limbo de los proscritos.
Pero lo
más curioso es que, marcado el partido A, cualquier tipo de gesto de éste para
intentar llegar a acuerdos con otros es inexorablemente criticado, sin importar
lo sustancial de su propuesta. Su propuesta, su iniciativa o lo que conlleve de
bienestar para la ciudadanía, eso ya no importa. Su pacto es siempre
considerado antinatura, son impuros por naturaleza y por lo tanto se deben
eliminar. Los que así piensan, se elevan por encima del bien y del mal, son los
dioses de la política que siempre tienen razón. Sus propuestas siempre son las correctas, sus nombramientos
los más meditados, sus acciones dignas de estar expuestas en libros y cátedras
cómo ejemplo de cómo actuar. Son los verdaderos demócratas, los verdaderos artífices
del devenir político, son los de la “nueva política” que, sin hacer caso a los
sucedido elección tras elección -bajada de votos para ellos y más votos para el
proscrito-, se empecinan en no hacer caso a los que los ciudadanos les están
marcando: ¡entiéndanse con el vencedor!
El
problema de España nunca ha sido el bipartidismo, y menos la caricatura que de
él presentan algunos partidos de la “nueva política”. No, el problema ha sido
el sectarismo, que es, no lo olvidemos, el gran escollo para la objetividad y,
por ello mismo, para la verdad. El “no, es no” es todo lo contrario al acuerdo
que las urnas, tantas veces proclamadas por estos “nuevos demócratas”, están
demandando. Esta conducta agresiva, cainita y desproporcionada con el
adversario político es propia de tiempos remotos que preferimos olvidar.
Tampoco
sirve el apelar, después de los resultados obtenidos tras ¡dos elecciones!, que
es el parlamento soberano quién debe decidir el futuro de España. Están muy
equivocados señorías. El Parlamento español es la representación de la ciudadanía
que ha votado a un partido por su ideología y programa electoral. No ha votado
a un partido para que éste “interprete” la voluntad del pueblo soberano. Si en
España se votara a personas y no a partidos, entonces habría una mayor
credibilidad para que el parlamento se erigiera en verdadero interprete de la
ciudadanía. Si cada diputado/a recorriera calles, barrios y distritos de la
ciudad por la que se presenta, tendría más conocimiento para analizar y deducir
la voluntad de la ciudadanía que le ha votado. No se dejaría influenciar, con
la facilidad que ahora lo hace, por el preboste del partido a que pertenece. No
podemos seguir con un sistema de elección parlamentaria con las premisas que
los nuevos dioses de la política quieren hacer creer. Unos dioses con pies de
barro que no tienen categoría ni para decidir por ellos mismos.
Robert
Michels publicó un estudio sobre el partido Social-Demócrata de Alemania (SPD)
donde mostró que se dirigían los asuntos internos de una manera poco conforme
con los procedimientos democráticos, puesto que las decisiones claves eran
tomadas por sus cuadros ejecutivos, con ello todas las organizaciones
(incluidos los gobiernos) se hayan gobernadas por un puñado de dirigentes haciendo
prácticamente imposible la democracia. Michels denominó a este fenómeno la “ley
de hierro de la oligarquía”. Algo así está pasando ahora en España, donde unos
pocos dirigentes, intérpretes de la soberanía popular, establecen el cuándo, cómo
y dónde se debe hacer esto o aquello, sin importarles el pueblo y la nación.
Es
necesario un cambio de planteamiento en el sistema electoral español. O se va a
segunda vuelta electoral, es decir, una eventual etapa del proceso de elección
de una autoridad cuando ningún candidato ha conseguido la mayoría absoluta
(mitad más uno de los diputados del parlamento); o se debe respetar la regla,
no escrita, de facilitar la gobernabilidad al partido más votado. Todo lo demás
es meternos en un bucle, con difícil solución, que la ciudadanía no merece y
que España ya no puede permitírselo.
José
Antonio Puig Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Twitter:
@JapuigJose
No hay comentarios:
Publicar un comentario