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MI Frase
"Cuando la vista se cruza con el deseo, haz que impere la razón".
(José A. Puig)





jueves, 20 de junio de 2013

La vida lograda y el obrar justo



Decimos que la felicidad no existe totalmente. Esa aspiración universal se encuentra llena de dificultades para alcanzarla, unas veces por su casualidad (fortuito) y otras muchas por su causalidad (causa-efecto). La historia de la ética, como indica R. Spaemann, es de algún modo la expresión de un dualismo difícil de superar entre concepciones morales eudemonistas (determinar la vida lograda y como alcanzarla) y universalistas (definir el deber y como cumplirlo), o lo que es lo mismo, el deseo de una felicidad individual o colectiva.

El “eudemonismo”, es un concepto filosófico de origen griego que recoge esencialmente diversas teorías éticas (hedonismo, estoicismo y utilitarismo), cuya característica común es justificar todo aquello que sirve para alcanzar la felicidad. Una felicidad entendida como estado de plenitud y armonía del alma, diferente del placer (que era un complemento). Aristóteles, que fue uno de los primeros eudemonistas (y el más importante), afirmaba que para llegar a la felicidad hay que actuar de manera natural. Es decir, con una parte animal (bienes físicos y materiales), una parte racional (cultivando nuestra mente) y una parte social, que se concretaría en practicar la virtud, que según Aristóteles se situaba en el punto medio entre dos pasiones opuestas. Por otra parte el “universalismo”, en general, es una idea o creencia en la existencia de una verdad universal, objetiva y/o eterna, que lo determina todo, y que por lo tanto, es y debe estar presente igualmente en todos los seres humanos. Un pensamiento universalista asegura la veracidad de una forma única o específica de ver, explicar u organizar las cosas. Es frecuente que hayan distintas ideologías universalistas que resulten muy opuestas entre sí (religiosos, moral, etnocéntrico, etc.).

Este dualismo ético tiene en común la percepción de que ni la felicidad (justificación del acto para conseguir el fin) ni el deber (única forma de ver las cosas) están exentos de dificultades. Si con la ideología pretendemos establecer un sistema de creencias que ofrezcan un sentido completo al mundo que nos rodea, con el relativismo se pretende establecer que los puntos de vista no tienen verdad ni validez universal, sino solo subjetiva. Así, que todo aquello difícil de alcanzar, como la felicidad o cumplir con nuestro deber, se relativizan de diversos modos: Unas veces, como desilusión y descontento por el fin alcanzado, es decir, como desazón por obtener menos de lo que esperaba. Otras, como sensación de haber pagado por un determinado fin un precio demasiado alto.

Sentirse así defraudado de un modo u otro, es el indicio de la insuficiencia de cualquier fin particular como fin último. Esa insuficiencia, por su parte, es la manifestación de un horizonte que trasciende los fines particulares y, en consecuencia, el anhelo de felicidad y bondad o maldad de la acción para alcanzar el fin deseado quedan totalmente condicionados. Así, las reglas o normas por las que se rige la conducta o el comportamiento del ser humano en relación a la sociedad (así mismo o a todo lo que le rodea) lo denominamos la moral o moralidad. Es en definitiva el conocimiento que todo ser humano tiene de lo que debe hacer o evitar para mantener su estabilidad social. ¿Es entonces la moralidad el fin de la vida lograda, o de la vida a la que todo el mundo aspira?

Para San Agustín y Santo Tomás, consideran que no es la moralidad el fin, sino exclusivamente el medio de la vida lograda. Por lo tanto el dualismo ético, presentado al inicio de este articulo, empieza a manifestar una cierta convergencia entre lo moral y lo aspirado en nuestra vida. O sea, entre concepciones morales eudemonistas (determinar la vida lograda y como alcanzarla) y universalistas (definir el deber y como cumplirlo).

Es en la filosofía cristiana donde se puede encontrar un fundamento de la ética capaz de proporcionar unidad y armonizar entre si la aspiración a “la vida lograda” y “el obrar justo”. El cristianismo vincula la noción de felicidad con la doctrina del “eros” (una de las caras del amor) y con la del bien en si, proporcionando con claridad y perfección la unión de lo bello y lo bueno, del eudemonismo con una moral del amor desprendido (la otra cara del amor). La idea clave se halla en pensar el amor a Dios como motivo fundamental de toda moralidad. El amor supone la superación del dualismo ético, en la medida en que reconcilia definitivamente las nociones de “eudaimonia” (plenitud del ser o felicidad)  y “deber”. Lo que mueve a obrar moralmente (es decir, el amor) es al propio tiempo aquello cuya realización se piensa como bienaventuranza (Spaemann). Por eso San Pablo refiriéndose al amor que inspira todo obrar moral, dice que “ no cesa nunca jamás”, es decir sobrevive al estadio de la moralidad.
José Antonio Puig Camps (junio 2013)