Mi frase




MI Frase
"Cuando la vista se cruza con el deseo, haz que impere la razón".
(José A. Puig)





lunes, 20 de diciembre de 2010

Ciudadanía y Civismo

El Ciudadano en General es la persona que forma parte de una comunidad política. La condición de miembro de dicha comunidad se conoce como ciudadanía, y conlleva una serie de deberes y una serie de derechos que cada ciudadano debe respetar y hacer que se cumplan como un ciudadano.
No obstante lo que antecede, conviene reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del concepto “ciudadanía”. En efecto, su significado no siempre resulta inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual. Y no tanto porque en ocasiones se aplique a ámbitos o espacios diversos, como que se emplea con distintas acepciones; sobre todo con dos:
La primera acepción del término “ciudadanía” es de naturaleza predominantemente formal y jurídica. En efecto, “ciudadanía” alude ante todo a los derechos y deberes que corresponden a los miembros de un Estado. Es pues un vínculo jurídico que une al ciudadano con el Estado del que es miembro. Ello le habilita para participar activamente en sus decisiones (derecho al voto entre otras). Aquí ciudadanía equivale a “nacionalidad”. Siendo pues los nacionales de un Estado los que poseen la plenitud de derechos que este reconoce. Sin embargo los extranjeros, pueden tener reconocidos los derechos civiles, e incluso los socio-económicos, pero no poseen la totalidad de los derechos políticos.
Esta primera acepción, con ser correcta, no permite observar su importancia actual, lo cual nos obliga a definir una segunda acepción del término “ciudadanía”, mas usado y moderno. Esta segunda acepción alude también a la relación del individuo con el Estado, pero en una forma más amplia y sustantiva, no estrictamente jurídica, e incluyendo a la sociedad de la que el Estado es expresión política. En esta acepción, la ciudadanía supone y representa ante todo la plena dotación de derechos que caracteriza al ciudadano en las sociedades democráticas contemporáneas. De esta forma, la ciudadanía resulta de la acumulación de los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos socio-económicos, que se extienden y cobran carta de naturaleza con la universalización de los servicios públicos y el Estado de Bienestar.
Con esta segunda acepción, la ciudadanía implica también “posesión” de las condiciones necesarias para poder hacer efectivos sus derechos, y de esta forma los individuos no queden desvirtuados o anulados por graves situaciones de desventaja (como la discriminación, racismo, etc.)
Histórica y después etimológicamente, la ciudadanía aludía a la relación de un individuo con su ciudad. El ciudadano era primordialmente el habitante de una ciudad, ya fuera una ciudad-estado en la Grecia clásica o una ciudad libre en la edad media y en la moderna.
Pero, en realidad, no todos los habitantes de la ciudad eran “ciudadanos”. La ciudadanía estaba por lo general circunscrita a los “hombres libres”, que tenían derecho a participar en el debate público en tanto contribuían directamente al sostenimiento de la ciudad, ya fuera pecuniaria o militarmente. La ciudadanía no se extendía generalmente a los extranjeros o “metecos”, ni a las mujeres, ni a los sirvientes.
La noción de ciudadano, asociada a la moderna idea de “nación”, revivió y cobró nuevas dimensiones a fines de la edad moderna, especialmente con las revoluciones francesa y americana. Desde entonces, ciudadano se identifica con persona, desapareciendo, entre otras, las condiciones excluyentes asociadas con la edad, el sexo y la propiedad. La nación, titular de la soberanía, se concibe como el conjunto de los ciudadanos; en consecuencia, el poder emana de éstos y se ejerce en su nombre. De aquí deriva el corolario de los deberes y obligaciones, consustancial a la noción de ciudadano: poseedor de los derechos, protagonista del destino y por ello responsable de la cosa pública. Las revoluciones francesa y americana, con su insistencia en los derechos del ciudadano, supusieron para la mayoría de la población el paso de la condición de súbdito a la de ciudadano.
En el curso del tercer cuarto del siglo XX, la universalización en las sociedades democráticas más desarrolladas de los servicios públicos, la general elevación de los niveles de vida y la extensión de los derechos socio-económicos —incluidos los sindicales—, no sólo confiere un nuevo sentido a la idea de ciudadanía sino que la extiende a la gran mayoría de la población. Hito decisivo, pues, en la evolución del concepto es el desarrollo de los Estados de Bienestar. El padre intelectual de esta decisiva ampliación es el sociólogo británico T. S. Marshall[1], que en 1950 definió la ciudadanía como el status que corresponde a quienes son miembros plenos de una comunidad.
Marshall distingue tres etapas: una "ciudadanía civil" en el siglo XVIII, vinculada a la libertad y los derechos de propiedad; una "ciudadanía política" propia del XIX, ligada al derecho al voto y al derecho a la organización social y política y, por último, en esta última mitad de siglo, una "ciudadanía social", relacionada con los sistemas educativos y el Estado del Bienestar.
Como señala Marshall, ser ciudadana/o de pleno derecho hoy implica "desde el derecho a un mínimo bienestar y seguridad económica hasta el compartir al máximo el patrimonio social y a vivir la vida de acuerdo con los estándares imperantes en la sociedad".

La idea de “ciudadanía” se convierte así en un ideal democrático e igualitario. La democracia es una palabra indispensable que engloba dos términos muy importantes: Ciudadanía y civismo. Si bien es cierto que democracia es un régimen político donde los “ciudadanos” eligen a sus representantes. Sin embargo, la democracia es mas que eso, es un estilo de vida que nos permite gozar de determinados derechos, y también una serie de obligaciones, para que con nuestra participación se pueda construir una vida común, buena y justa para todos.
Pero la realidad es que nosotros, los ciudadanos, no vivimos en democracia pues no cumplimos esos deberes que se nos han asignado, y asumimos una postura confortable, lo que en interacción social se le llama “integración pasiva”, desde la cual observamos, como simples espectadores, incapaces de participar activamente y colaborar en la mejora de nuestra sociedad.
Si pensamos que la democracia empieza con la mayoría de edad estamos muy equivocados, la democracia empieza con la ciudadanía y somos ya ciudadanos al nacer, porque la vida democrática empieza en nuestra familia y se continua en el colegio.
Pero el progreso práctico de la ciudadanía no es lineal ni ininterrumpido. Su evolución está fuertemente influida por el proceso de conversión de un cierto número de sociedades en multiculturales y pluriétnicas, como actualmente estamos viviendo.
En efecto, la gran actualidad de la idea de ciudadanía sería difícilmente comprensible sin el impacto de la “nueva inmigración”, la que se produce desde mediados de los años setenta del siglo XX, con sus nuevos caracteres y en un contexto distinto del de las migraciones de la era clásica. Posiblemente el rasgo más destacado de las migraciones internacionales en nuestros días sea la extraordinaria diversidad humana que entrañan. Hace sólo cincuenta años, sin embargo, el paisaje social era sensiblemente diferente en todos los lugares al actual.
En poco tiempo algunas sociedades, entre ellas las de la Unión Europea, han experimentado una de las transformaciones más profundas e influyentes ocurridas hasta la fecha: su conversión en sociedades pluriétnicas y multiculturales. Este importante cambio social afecta profundamente a la estructura social (con la creación de nuevas desigualdades o de la perpetuación de las viejas), al mercado de trabajo, a la provisión de servicios públicos básicos y a los establecimientos que los proporcionan, a las infraestructuras sociales y al Estado de Bienestar. Incrementa considerablemente el pluralismo cultural, lingüístico y religioso; afecta a la etnicidad, a los sentimientos identitarios y a la concepción de la nación (el “nosotros” y el “ellos”). Todo ello pone a prueba la solidez de algunos de los principios ilustrados sobre los que se fundaron las sociedades democráticas, como la igualdad básica entre los ciudadanos y la cohesión social.
Pues bien, la combinación de un considerable aumento de la diversidad humana, en un cierto número de sociedades receptoras, con crecientes dificultades de integración social, otorga nueva vida al concepto “ciudadanía”. La inmigración da lugar a marcadas “gradaciones” de la ciudadanía; y, a la inversa, crea las condiciones para que la extensión de la ciudadanía consiga una reivindicación. A la ciudadanía se opone la exclusión, social y política. En las filas de la primera militan desproporcionadamente los inmigrantes; la segunda afecta sobre todo a los que tienen la condición de “extranjeros perpetuos”.
La diversidad humana contiene grandes promesas (realidades claras en algunos lugares), pero su acomodo no se está revelando fácil. Frecuentemente, las desventajas de origen, unidas a prácticas informales como la discriminación y el racismo, resultan más fuertes que los derechos. En consecuencia, el principio de ciudadanía exige la superación de desventajas de partida y combatir la discriminación. En ambas empresas (desventajas y discriminación) los poderes del estado tienen especial responsabilidad, pero siendo esto necesario no es suficiente.
El acomodo de la diversidad, con la consiguiente eliminación de la discriminación y la neutralización del racismo y la xenofobia, dependen decisivamente de los ciudadanos, de sus orientaciones y comportamientos: de la cultura cívica o ciudadana de la sociedad. Esta, a su vez, debe encontrar sus más sólidos basamentos en la escuela, pero debe permear la vida entera de la sociedad.
De la cultura cívica dependen en buena medida la calidad moral de la sociedad y la calidad de la democracia.
La cultura cívica propia de una sociedad democrática avanzada tiene su pilar central en un elevado grado de civismo. La calidad de la convivencia depende ante todo de éste. Los diccionarios definen el civismo en dos sentidos distintos: como respeto por las instituciones y celo por su defensa; y como cortesía y generosidad al servicio de los demás ciudadanos. La calidad de buen ciudadano es equivalente a la calidad de cortés y educado, en los sentidos más amplios de estos términos que nos llevan a una buena convivencia.
"Conferencia dada en CASA de la CULTURA del Ayuntamiento de Torrente el 25 de Noviembre de 2010 por José Antonio Puig Camps"


[1] Thomas Humphrey Marshall (1893-1981) Fue un sociólogo inglés, que escribió sobre el concepto de ciudadanía

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los roles sociales

Las relaciones de los individuos en la sociedad no suelen producirse de forma aleatoria y poco predecible. Más bien al contrario, los actores sociales tienden a comportarse de acuerdo a unos patrones y pautas de actuación establecidas, según el papel, o papeles sociales, de cada cual. Esto es lo que los sociólogos llaman rol.
En términos del lenguaje común, la expresión rol o papel se relaciona con los personajes que interpretan los actores en una obra de teatro. Debemos recordar que la expresión «persona» también tiene un origen en un símil teatral, ya que «persona» era la mascara que utilizaban los actores en sus representaciones de teatro.
El concepto rol está, íntimamente relacionado con el concepto de persona (actor social). Lo “que vemos en la sociedad -como ha señalado Nisbet- son personas-en roles y roles-en personas”.
En nuestros días la popularización de los llamados «juegos de rol» permite entender esta expresión como la asunción del papel de determinados personajes por los jugadores (rey, guerrero, mago, etc.).
En sociología se llama rol a los distintos papeles sociales que se pueden desempeñar en una sociedad: por ejemplo, el rol de madre, de padre, de maestro, de juez, de hijo, de médico, de compañero, de estudiante etc. El número de roles que desempeñamos en una sociedad es muy variado y numeroso, y esta en función de las distintas tareas y necesidades sociales.
Cada rol social implica determinadas formas de comportarse y de actuar, que la sociedad espera de los individuos. Del mismo modo que en una obra de teatro los espectadores lo esperan de los actores.
Las formas de comportamiento en cada rol, implica pautas específicas y no iguales, según los contextos diferentes en los que nos movemos. Así el profesor, en sus contextos, desempeña el rol de padre, o de esposo en su hogar, de «hincha» en el fútbol, de «afiliado» en un sindicato u organización profesional, etc. En cada caso se esperará de él una forma de comportamiento distinta, según las costumbres y usos sociales establecidos. De un juez se espera, por ejemplo, un comportamiento solemne, riguroso y justo con los acusados, pero en su rol de padre o de esposo, se espera que-sea afable y cariñoso, de la misma manera que se espera que sea respetuoso y considerado con sus padres.
El juez se comporta de una manera determinada ante los acusados cuando desempeña su rol de juez, y de una manera distinta, a su vez, cuando está con sus colegas .profesionales, o cuando imparte una conferencia. Sin embargo, cuando está en casa con sus hijos, o con unos amigos, desempeña' el rol de padre o de amigo, actuando de una manera completamente diferente. Nadie entendería que cambiase sus formas de comportamiento, o que actuara de idéntica manera en el desempeño de unos y otros papeles. Si esto ocurriera se produciría una gran desorientación y nadie sabría a qué atenerse en sus relaciones con los demás.
Los roles sociales que desempeñamos, nos orientan en nuestros comportamientos y nos informan de cómo hacerlo. Por eso decimos que cada persona en la sociedad desempeña un conjunto variado de roles en el desenvolvimiento de sus actividades y tareas en la esfera de la economía, de la política, de la familia, del vecindario, etc.
Los roles están caracterizados básicamente por cinco rasgos: en primer lugar son modos de comportamiento estandarizados y socialmente establecidos que son transmitidos de generación en generación. En segundo lugar, los roles «enmarcan una serie de normas», conexiones a un orden normativo que suele expresarse en términos del lenguaje común. Así hablamos de «ser una buena madre», o un «buen hijo», o un «buen profesor». En tercer lugar, todo rol forma parte de un «círculo o estructura social» que supone un conjunto de relaciones de interacción concretas; por ejemplo, en el sistema educativo se ubican el rol de profesor, el de alumno, el de director del centro, el de inspector educativo, etc.; y todos los que desempeñan cada uno de estos roles saben a qué atenerse, qué deben hacer y cómo hacerla. Al punto que si las confunden entran en una esquizofrenia de personalidad. En cuarto lugar, los roles sociales definen campos de acción legítima dentro de las competencias propias del rol; por ejemplo, en toda sociedad se define quién puede hacer un uso legítimo de la violencia y quienes no, por eso la policía puede reprender o detener, pero no cualquiera, de la misma manera que el médico puede realizar ciertas preguntas o exámenes que se considerarían «fuera de lugar» en el caso de personas que desempeñan otros roles sociales. En quinto lugar, los roles forman parte del sistema de autoridad más amplio, e implican el cumplimiento de determinados deberes y obligaciones para uno mismo y para los demás; por ejemplo, el rol de alumno implica los deberes de acudir a clase, de estudiar, de atenerse a las indicaciones del profesor, etc.
Los roles hacen referencia, pues, a los modos de conducta socialmente establecidos. Lo cual significa que estos modos de conducta se encuentran institucionalizados y forman parte de la estructura de la sociedad. De modo que, toda sociedad tiene establecido, en este sentido, un conjunto de roles-tipo que adquieren un mayor o menor grado de prevalencia (notoriedad) según los contextos sociales y la misma evolución histórica.
El desempeño de los diferentes roles implica posiciones sociales diferentes. Lo que supone que cada rol lleva aparejado un status específico. Algunos sociólogos consideran que en realidad los conceptos de status y de rol son dos caras de la misma moneda. Con el concepto de “rol” se hace referencia a las obligaciones en el desempeño de un papel social y con el de “status” a los derechos y al honor o prestigio social que se atribuyen a los que desempeñan dicho papel. Por -ello se ha llegado a decir que «toda posición social es un status-rol» que «tiene dos aspectos: uno consiste en las obligaciones y otro en los derechos. Se dice que una persona «ocupa» una posición social si tiene una serie de obligaciones y goza de determinados derechos dentro del sistema social. A estos dos aspectos de la posición social se les define refiriéndonos a sus obligaciones (rol), y refiriéndonos a sus derechos (status)».
Los grupos de status pueden llegar a ser tan numerosos como los roles sociales específicos que existan en una sociedad concreta, de forma que una persona puede pertenecer a diversos grupos de status, por ejemplo, como empresario, o más específicamente como banquero, que a su vez es catedrático o economista, es directivo de una asociación o club, desempeña un rol como padre, como promotor de actividades culturales, o como represéntate público, etc.
En las sociedades más elementales, el status generalmente es un status adscrito que depende de las circunstancias personales de los individuos. En las sociedades complejas, los actores sociales desempeñan un número apreciable de roles, cuya consideración social y status pueden ser diferentes, predominando aquel que tenga mayor impacto social, o bien de una influencia conjunta de todos ellos. Estas sociedades, lo que “se es” depende básicamente de lo que “se hace” y no del papel que se desempeña.
Sin embargo, el hecho de que todo individuo tenga que desempeñar simultáneamente varios roles conlleva, en sí mismo, un cierto germen potencial de conflictividad y de tensión entre los requisitos y características de los diferentes roles. En las sociedades de nuestros días existe una gran cantidad de tareas sociales- y actividades de todo tipo que dan lugar a que, las personas concretas, desempeñen simultáneamente una gran cantidad de roles, lo que conlleva, obviamente, a algún grado de tensión, desajuste o conflicto. Cuanto más activa socialmente sea una persona, más posibilidades tendrá de encontrarse ante conflictos de roles.
Pero no se trata solamente de que los individuos tengan que desempeñar en su vida social concreta roles múltiples en diferentes situaciones (como trabajador asalariado, como representante sindical, como padre, como amigo, como miembro de un partido, como católico, etc.), sino que también hay que tener en cuenta que cada situación social específica «implica -como subrayó Merton- no sólo un papel asociado, sino un conjunto de papeles asociados». Es decir, las personas se encuentran en realidad ante el desempeño de un “set de roles” que implican un haz de relaciones sociales a distintos niveles. Un profesor, por ejemplo, desempeña un rol específico como docente con sus alumnos, y, a su vez, un conjunto de roles asociados a este desempeño docente, en sus relaciones con sus colegas, con las autoridades académicas, con las organizaciones profesionales, con los responsables de las editoriales donde publica sus libros, etc.
Las fuentes o causas específicas de conflictividad en el desempeño de roles sociales son muy variadas. Esos conflictos (de roles) pueden dar lugar a distintos tipos de trastornos psicológicos y ciertas formas de perturbación de la personalidad, de anomia, de conductas desviadas, etc.
Conferencia dada por D. José Antonio Puig Camps en "Asociación TYRIUS" Valencia 17-11-2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

El enfermo un valor por descubrir

La salud y la enfermedad son parte integral de la vida, del proceso biológico y de las interacciones medioambientales y sociales. La enfermedad es una alteración de la salud que estremece a muchas personas, y que cuando se diagnostica se considera que la desgracia ha hecho presencia en la persona diagnosticada y en todo su entorno familiar. Mas aun, esta impresión, se transforma en un sin vivir cuando en el diagnostico te dicen: “Vd., tiene una enfermedad muy grave y tiene de 3 a 5 años de vida”. A partir de ese momento todo tu alrededor se desmorona, tu cuerpo parece que ya no está en este mundo sino que ha pasado a formar parte de un submundo donde todo es oscuro y todo es negativo, donde ya no perteneces a una realidad cotidiana sino que has pasado a ser, para la mayoría de la sociedad, un resignado. Cuando se aborda el tema de la enfermedad a menudo nos enfrascamos hablando del aspecto científico, pero miramos de reojo y con cautela el aspecto humano. Si nos centramos en el punto de vista del lugar que ocupan los enfermos en la sociedad, nos encontramos en una especie de prehistoria, en la que se han hecho algunos progresos pero lo importante aun está por descubrir, pues es una combinación, sin posibilidad de separación, de lo científico y de lo humano, en el concepto mas elevado del termino: seres creados por Dios.
Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos más complejos de la fe cristiana. En efecto, cabe preguntarse: Si Dios es amor y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor en el mundo?, ¿por qué no elimina el sufrimiento, haciendo que todas sus criaturas sean felices? Con razón ha dicho André Frossard que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”. Así el cristiano -como cualquier otro hombre-, al experimentar el dolor desgarrador, se pregunta, al menos en el primer momento: “Por qué, Señor, por qué” y, en su amargura, experimenta la radical soledad y se formula la espantosa interrogante de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Esta u otras formas parecidas de pensar ante el dolor, ante la enfermedad, ante el mal, pueden ser racionalmente validad, pero implican un concepto de Dios demasiado antropomórfico, una forma de querer personificar, de querer aplicar cualidades humanas a la divinidad. De esta forma seriamos capaces de pensar que podríamos hacer las cosas mejor que Dios. Pero lo cierto, lo que ocurre en realidad, es que la mente reflexiva no puede penetrar en los misterios de la creación y de la vida, que solo se entregan a la percepción de la mística y de la certeza intuitiva de la fe.
Habitualmente, las personas toman decisiones y realizan elecciones acerca de un sinfín de temas, por ejemplo, a qué partido votar, si acudir o no a una manifestación, decidir sobre distintas marcas de ropa, o, finalmente, optar por salir o no a cenar con determinadas personas.
Estos comportamientos tienen un punto en común, todos ellos reflejan las valoraciones que las personas poseen sobre las distintas cuestiones mencionadas. A dichas valoraciones se las conoce con el nombre de actitudes. Así, por ejemplo, se podría decir que una persona que sabe llevar su enfermedad tiene una actitud positiva con respecto a este asunto, mientras que otra que no la sabe llevar diríamos que tiene una actitud negativa.
Las actitudes desempeñan una serie de funciones imprescindibles a la hora de buscar, procesar y responder, a la razón de la enfermedad. Las actitudes influirán sobre la forma en que las personas piensan y actúan sobre la enfermedad, también las actitudes van a reflejar la interiorización de los valores que rigen en nuestra persona y en nuestro entorno social. También los cambios de actitudes,  de las personas ante la enfermedad, puede cambiar el contexto de la misma.
Pero ¿Qué son las actitudes? Desde su aparición en la Psicología social, a principios del siglo pasado, y hasta la actualidad, se han propuesto distintas definiciones de actitud, de mayor o menor complejidad. En la actualidad, la mayoría de los estudiosos del tema estaría de acuerdo en definir las actitudes de la siguiente forma: “Evaluaciones globales y relativamente estables que las personas hacen sobre otras personas, ideas o cosas que, técnicamente, reciben la denominación de objetos de actitud”.
De una manera más concreta, al hablar de actitudes se hace referencia al grado positivo o negativo con que las personas tienden a juzgar cualquier aspecto de la realidad, convencionalmente denominado objeto de actitud. La enfermedad es el objeto de actitud, y la actitud será el grado positivo o negativo con que las personas tienden a juzgar cualquier aspecto de la realidad, en este caso denominado la enfermedad (objeto de actitud).
El enfermo al diagnosticarle la enfermedad pasa por la fase que yo denomino “la necesidad de saber” está loco por conocer exactamente que es lo que tiene y que remedios y posibilidades de curación tiene su enfermedad. La Psicología social nos habla de las funciones de las actitudes y entre esas funciones está la “Función de organización del conocimiento”, ¿Qué es esto?
Cuando el enfermo quiere saber no cesa de preguntar de estudiar de revisar por internet que es lo que tiene, esto le lleva a una sobrecarga informativa del entorno al que estamos expuestos, es entonces cuando nuestra mente necesita estar preparada para estructurar, organizar y dar coherencia a todo ese mundo estimular que se presenta ante nosotros, y así poder conseguir una mejor adaptación al ambiente es lo que se conoce como “necesidad básica de conocimiento y control”, estructurando la información en términos positivos o negativos. De esta forma ante situaciones nuevas, nuestras actitudes permiten predecir que cabe esperar de ellas, aumentando así nuestra sensación de control. Controlamos nuestra enfermedad.
Según la función instrumental o utilitaria de la actitud que tengamos hacia la enfermedad podemos conseguir lo que queremos y evitar aquello que no nos gusta. Un ejemplo de esto lo vemos diariamente en los abogados que adoptan actitudes positivas hacia sus clientes (para poder defenderlos mejor), o los empleados que desarrollan actitudes positivas hacia las organizaciones para las que trabajan (lo cual les puede colocar en una relativa posición de ventaja para ascender).
Además, la expresión de las actitudes permite a las personas mostrar sus principios y valores, así como identificarse con los grupos que comparten actitudes similares (Katz, 1960). Es decir, la expresión de actitudes sirve para acercarse a otras personas con actitudes similares, contribuyendo de esa forma a satisfacer la necesidad básica de aceptación y pertenencia grupal. Así determinadas actitudes contribuyen a hacernos sentir bien con nosotros mismo.
En síntesis, si consideramos conjuntamente las funciones que cumplen las actitudes, podemos observar su importancia a la hora de satisfacer las necesidades psicológicas fundamentales de los humanos: tener conocimiento y control sobre el entorno, mantener cierto equilibrio y sentido interno, sentimos bien con nosotros mismos y ser aceptados por los demás.
Cuando conocemos lo que tenemos aparecen, resumiendo, dos actitudes diferentes en el enfermo, que podemos clasificarla en la personalidad pagana y cristiana. En ambas personificaciones de la actitud sobresale, ante la enfermedad, de forma vertiginosa el “verdadero yo” de cada uno de nosotros, el egoísta es aún mas egoísta, el que era altruista lo es ahora mas. El pagano solo quiere su bien y utiliza todo lo que esta a su alcance para obtener aquello que no tiene, en este caso “salud”. El cristiano intenta dar, por su enfermedad, mas amor, mas entrega, mas humildad, mas comprensión.
La teología cristiana nos enseña que Dios no desea el sufrimiento del hombre y que sólo lo permite porque es necesario para su crecimiento ético y espiritual y poder regresar así al goce paradisíaco original. Al respecto, Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Evangelium Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que va más allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino sobrenatural.
El relato bíblico, siempre en el marco de la religión judeo-cristiana, nos muestra que fue sólo la rebeldía del hombre la causa tanto del dolor como de la muerte. Más allá del relato bíblico, el curso de la historia nos demuestra trágicamente cómo el hombre era y es incapaz, por sí solo, de discernir el bien y el mal. De ahí el absurdo de reprochar a Dios por nuestros errores y nuestros crímenes, que El sólo permite por respetar nuestra libertad y -tal vez- para el cumplimiento pleno de su designio providencial. El único responsable, entonces, de la mayoría de los dolores y sufrimientos, es el hombre mismo, que creyó, y aún con frecuencia cree, poder dirigir autónomamente su vida y su propio destino.
Sin embargo, Dios -en su infinita misericordia- le dio a la desobediencia de Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al sufrimiento un carácter purificador que culminará -en la historia- con la pasión redentora de Jesús que, sin conocer el pecado, con su martirio inocente asumió para siempre todos los dolores y sufrimientos de la humanidad. El martirio de Jesús no fue producto de un azar, sino que estaba previsto en el designio divino para la salvación del hombre y es por eso que ya fue anunciado por los profetas del Antiguo Testamento como una promesa divina de redención universal.
El Padre, por su amor al hombre, si bien no suprimió el dolor, le dio un sentido moral, tanto para el crecimiento y la madurez espiritual de cada individuo, como para la actualización -en la especie humana- del supremo sentimiento de la compasión. Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. Como dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm. 5, 20).
En la antigüedad se pensó que el dolor del hombre era un castigo por sus pecados. Pero -para el cristianismo- las congojas y desgracias no son el castigo de una culpa, sino una oportunidad de purificación. En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con el de la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo a los ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente para el designio divino de nuestra personal existencia.
Por ello el cristiano debe pensar que su enfermedad es un orgullo que el Señor nos permite tener, pues, como nos dice San José María Escrivá, con ella nos “asocia a Cristo en su Cruz Redentora”. ¿Qué valor mas grande puede esperar el enfermo?
Es aquí donde nos encontramos con un hecho esencial: la existencia de Dios trastoca el sentido de la vida humana. Si Dios no existiera lo único importante sería ser feliz. Pero si Dios existe, nuestra vida se transforma en experiencia y entonces debemos asumir con valentía el designio de nuestra existencia. Cuando el cristianismo dice que Dios ama infinitamente al hombre, C.S. Lewis nos dice: “no se refiere a una “benevolencia senil y soñolienta”, sino a que lo ama a través de las condiciones concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si este mundo tiene un sentido de “perfección de almas”, sin duda que el dolor y el sufrimiento deben tener un significado importante para el hombre; algo así como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo, enriquece tanto la evolución individual como la experiencia general del hombre a través del curso de la historia”.
La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia la evolución y, por ello, sin la existencia de la enfermedad o cualquier desdicha, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como un acontecer carente de sentido. Un mundo sin pecado ni sufrimiento sería un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría inútil y estéril. No se trata, por supuesto, de decir que la enfermedad no sea doloroso, sino de encontrarle un sentido. Es obvio que ningún sufrimiento puede ser bueno en si mismo pero sí, en cambio, por sus repercusiones sobre la personalidad.
La enfermedad nos enseña a conocernos más profundamente. Goethe sostuvo que sólo los goces y el sufrimiento instruyen al hombre sobre sí mismo. La dicha y la desgracia son, en efecto, las grandes vías del autoconocimiento y, al final, convergen hacia la misma plenitud de vida. El camino del infortunio, sin embargo, no es siempre necesario, pero para algunos parecería ser la única posibilidad madurativa. Es a través del amor o del dolor que el hombre puede crecer espiritualmente y encontrar la verdad de sí mismo, pero lo cierto es que, al igual que sucede con la existencia terrenal, el sentido religioso de la enfermedad y del sufrimiento es un misterio que escapa a la comprensión reflexiva del humano.
El hombre a lo largo de la historia ha hecho gala de su curiosidad, de su interés por conocer el “por qué” de todo lo creado, de todo lo que nos rodea, es lógico que también desea conocer dónde puede estar lo valioso de la enfermedad y del sufrimiento. Los misterios quieren ser descubiertos a través de la razón, ese gran don que tiene el hombre y que lo hace diferente a los animales, por mucho que se empeñen los darwinianos. Esa razón puede encontrar respuestas, por ejemplo, a través de los escritos evangélicos, si leemos a Mateo “la parábola de la cizaña” (Mt 13, 24-30), donde el dueño de una tierra siembra trigo y por la noche el demonio lo mezcla con cizaña, cuando crece y los sirvientes le proponen al amo arrancarla, éste les dice que no lo hagan, porque podrían también arrancar el trigo: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega y entonces arrojad la cizaña al fuego y llevad el trigo a los graneros”. El mal junto al bien, la cizaña junto al buen trigo, juntos y necesarios para el progreso humano, que sin duda no se realizaría de forma correcta sin los aspectos negativos de la vida que permiten actualizar los aspectos positivos del ser humano. Aquí encontramos la paradoja del pecado, que hace posible el arrepentimiento destacando, por contraste, el amor y la virtud.
Del mismo modo, es en la experiencia de la enfermedad cuando el hombre puede percibir mejor su condición de criatura impotente y sin poder ante los sucesos y acontecimientos penosos de la vida. Pero si bien el sufrimiento puede acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante una enfermedad grave se desfallece, incluso en personas religiosas, que se pueden sentir abandonadas del Padre y ser presas de la confusión.
Confusión que se va manifestando en la actitud del enfermo a partir del momento en que se le ha dado el alta. ¿Cómo actúa a partir de ahora? ¿Qué espera de la vida? Para la fe cristiana, el dolor y el sufrimiento son a la vez prueba y motivo de purificación. La primera actitud educativa de un buen padre es “quebrantar” la caprichosa voluntad del niño. Pero lo hace con amor y para su bien futuro. Del mismo modo, Dios nos trata como a sus hijos, pero -como se ha dicho- no es sobreprotector ni paternalista y desea que el hombre crezca y se desarrolle libremente, escogiendo por sí mismo sus alternativas.
Aquí volvernos a encontrarnos con las dos personalidades: la pagana y la cristiana, el cristiano ha madurado y empieza a darse cuenta de la importancia de la gratitud, estuvo enfermo y se ha curado, tuvo heridas y se han cicatrizado, estaba impedido y ya tiene libertad. Ese sentimiento, la gratitud, nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho y a corresponderle de alguna manera. “Gracias” es la palabra que debemos usar, gracias por todo lo que tengo, por todo lo que se me ha dado, por todo lo que cada día soy capaz de disfrutar y de hacer disfrutar a los demás. Pues si lo compruebas, la gratitud hacia otras personas siempre aumenta la felicidad. Agradecer lo que tengo es una eficaz manera de sentirme mas cerca de los que me rodean, de hacerles felices y ello me da paz interior y regenera mi cuerpo cada vez que lo hago.
El dar las gracias tienen poderes que no somos conscientes de ellos. Una actitud de agradecimiento puede convertir las dificultades en oportunidades, los problemas en soluciones, las pérdidas en ganancias y expande nuestra visión permitiéndonos descubrir lo invisible. Nos ayuda a ver y valorar lo que tenemos en lugar de preocuparnos por lo que no tenemos, y nos enseña a agradecer los malos momentos, porque nos hacen más fuertes y sabios.
El enfermo va descubriendo nuevos valores en su existencia, pues, al darse cuenta de su limitación, desarrolla sentidos que antes tenía ocultos. Descubre, pues, lo invisible o, mejor dicho, lo que esta oculto para los que en esta vida no se dan cuenta de esas limitaciones que, por otra parte, todo humano tiene. Al reconocer esas limitaciones y debilidades se hace humilde, actuando a partir de entonces de acuerdo a ese conocimiento.  La enfermedad permite al enfermo convertir defectos en virtudes y rechazar el que esos defectos se conviertan en hábitos, con el rechazo descubrimos nuestros errores y ello nos prepara a no volverlos a cometer.  
El pasado, “transforma mi presente”. Lo malo se olvida y lo bueno se enaltece. Es mucho lo bueno que recuerda el enfermo de su periodo de enfermedad: el valor de la familia, el cariño de la amistad, el cuidado del sanitario, el reconocimiento de cientos de actos, que al estar “buenos” nos eran indiferentes. ¿Quién reconoce el valor de la vista? El que no la tiene. ¿Quién reconoce la maravilla de la libertad en nuestros actos de cada día? Quién no la tiene. Meditemos, analicemos cada día la cantidad de cosas buenas que tenemos, antes de que las perdamos. Demos gracias continuamente por ello, el cristianos a Dios, el pagano a… ¿“la suerte”?.
Mis recuerdos me permiten ser mejor y, por ello, mi capacidad de “dar” aumenta, cuando tienes un corazón agradecido adquieres una nueva disposición de entrega a los demás y de esa manera ellos experimentan la alegría que tu sientes. Tu enfermedad te ha hecho mas altruista, mas deseoso de que todos los que te rodean sean felices. Se te ha dado, en muchos casos, una nueva oportunidad de mostrar al mundo tu capacidad de amor.
Cuando cultivamos una sincera aptitud para “dar”, que nace de la propia gratitud por los dones que se nos han dado, experimentamos en todo su esplendor la idea de que “dar es recibir” y “recibir es dar”. La experiencia de atender a las necesidades de los demás es una de las mas dichosas que se pueden conocer, y eso estoy convencido que muchos de los que me estáis atendiendo lo habéis experimentado. Lo realmente importante no es lo que doy de forma tangible, sino lo que doy con el alma y el corazón a otro ser humano, sin esperar nada a cambio.
El enfermo sabe la importancia de la ayuda, pero resulta que todos, repito todos, tenemos necesidad de ser ayudados. Si nos damos cuenta de ello también seremos capaces de reconocer “a quién” debemos pedirla, y como pedirla, solo necesitamos tener la humildad de reconocer nuestra pequeñez y decir: ¡ayúdame!.
Si no somos capaces de hacerlo, es porque tampoco hemos sido capaces de reconocer nuestra insignificancia. El orgullo y la soberbia nos hacen estar ciegos ante la verdad del amor y nuestras meditaciones para encontrarnos a nosotros mismo carecen de la humildad suficiente para obtener la ayuda necesaria.
Cada día, nos ofrece un motivo de gratitud, y hemos de buscar esos momentos especiales y recordarlos. La buena salud, la capacidad de ayudar a los demás, el apoyo de nuestros seres queridos, y tantas otras cosas, son motivos para estar agradecidos.
Han pasado mas de diez años desde que me diagnosticaron mi enfermedad (cuando tan solo me daban 3 ó 5), mucha gente que se encuentra conmigo después de meses o años sin vernos me dice: Que bien te veo, estás mejor que antes, es cierto ¡me han descubierto! Doy gracias por vivir.
La fe en Dios, la presencia de su Espíritu, la ayuda cotidiana de nuestra Madre y el recibir a Jesús todos los días, hacían de mi un ser feliz con mi enfermedad. El amor de mi esposa y de mis hijas ponían el marco en que se plasmaba esa felicidad. No temo a la enfermedad, pues creo que es Dios, con su infinita misericordia, el que da la vida y nos la pide cuando lo considera mas oportuno.

(Conferencia dada por José Antonio Puig Camps el 4 de Noviembre de 2010 en el Club Sénior Collvert de Valencia)

domingo, 31 de octubre de 2010

Crisis de los elementos esenciales de la cultura

Estamos viviendo en la sociedad actual el interés por la cultura, o por todo lo relacionado con ella. Vemos como nuestros políticos se reúnen con algunos “intelectuales” y con ello parecen indicar que son progresistas, y defienden las posturas mas radicales si estas son refrendadas por los grupos “culturales” de moda. Pero yo me pregunto ¿Qué entiende la sociedad por cultura?.
Cultura es, ante todo, el mejoramiento intelectual y moral de la persona y el resultado de ese mejoramiento. Para ello debemos saber que la cultura esta conformada por tres elementos básicos, a saber: un conocimiento científico, físico y metafísico, que constituye el modo de representación y compresión del mundo; una técnica de aplicación de ese conocimiento para el uso de ese mismo mundo natural; y una forma de vida, adecuación de la conducta al orden de valores éticos. Mientras existe un equilibrio entre ellos, la persona o la sociedad que soporta y fundamenta dicha cultura va creciendo; basta sin embargo, la ruptura del equilibrio por atrofia de uno de ellos, para generar la crisis.
Si observamos la historia, a pesar de que muchos “progresistas” nos dicen que hay que mirar el futuro y olvidarse del pasado (así nos va), observamos que ningún acontecimiento histórico ha podido incidir tan profunda y positivamente en la sociedad y en las instituciones humanas como la venida de Cristo al mundo.
El Cristianismo ha aportado los elementos esenciales de la cultura. En efecto, invitó al hombre a operar sobre el Universo para dominarlo o señorearlo, como ya se dice en los primeros versículos del Génesis. Ha significado de hecho el perfeccionamiento más radical y profundo de la vida del hombre sobre la tierra; el cambio más hondo y positivo de la mentalidad y del corazón humano desde que el hombre existe.
El Cristianismo (la Iglesia) ha sido en todo tiempo la fuerza impulsora de la única cultura y civilización verdadera: del auténtico progeso de las ciencias físicas y metafísicas, de las costumbres, del Derecho, la Política y las artes. Esto es así, aunque los materialistas del mundo contemporáneo se empeñen tercamente en negarlo.
Hay dos conceptos ontológicos aportados por el Cristianismo: el de persona, que puede dar razón de si misma y el de libertad moral, esencial en la criatura humana (única e irrepetible que no puede ser explicada racionalmente sin tener en cuenta la razón suprema de su existencia: el amor), que puede tomar decisiones haciéndose responsable de ellas.
Esta influencia del Cristianismo durante siglos, hizo que la humanidad fuera creciendo en estatura intelectual y moral; todas las actividades se impregnaron de Cristianismo. No por ello la violencia, el egoísmo y la concupiscencia habían desaparecido, seguían naturalmente existiendo y en grandes dimensiones, pero se hallaban confinadas en el ámbito de lo ilícito, porque el juicio entre el bien y el mal se hizo muy claro en las conciencias. Sin embargo actualmente con ese “progresismo” parece que ese ámbito de lo ilícito está difuminado o, lo que es mas grave, ha desaparecido de nuestras conciencias.
La mimesis a los santos, como modelo a imitar al ser los agentes mas eficaces de la verdadera civilización, hizo progresar al mundo. Europa se convirtió en su educadora, y muy particularmente España a lo largo de la Historia Moderna y a partir de la revolución protestante y racionalista. ¿Acaso es que de tanto mirar al futuro hemos perdido esta perspectiva? Pues tengamos cuidado de no perder también la herencia cultural que podemos y debemos dejar a nuestros hijos.
La absoluta marginación de la metafísica (como parte de la filosofía que intenta comprender al ser humano y a la realidad de sus manifestaciones), el imperio del pragmatismo jurídico y la desaparición de toda autoridad, ha llevado a nuestra sociedad la grave crisis espiritual que padecemos.
La grave crisis espiritual del mundo consiste hoy, principalmente, en la absoluta marginación de la metafísica, en el imperio del pragmatismo jurídico y en el consiguiente barrido de toda autoridad. La sociedad del mundo actual está desorientada y corriendo muy deprisa hacia ninguna parte, porque no pone en relación los hechos con los objetivos, con fines; solamente adora los hechos; y cuando los medios no se ponen en referencia a aquello para lo que son medios, pierden su propia razón de ser; de manera que, por perfectos que sean técnicamente, dejan absolutamente vacío el espíritu del hombre.
Este vacío espiritual no enriquece al ser humano, ni las nuevas tecnologías conducen a la sabiduría, ni la cultura se incrementa con los programas televisivos. No es este el camino de la felicidad es, sin embargo, el camino de la creación de un mundo yermo e infrahumano, triste y angustiado, donde el empleo de los adelantos técnicos, médicos y de todo tipo, se emplean de forma brutal y despiadada contra la sociedad. “Apenas queda gente que aprecie la Verdad, el Bien y la Belleza, que son elementos esenciales y constitutivos de la verdadera cultura y de toda la posible humana felicidad” (Álvaro Maortua).
No hay razón alguna para esperar la ansiada recuperación espiritual y moral, mientras no seamos capaces y estemos decididos a no dejarnos someter a este mundo mítico y pagano que estamos construyendo. La esperanza es patrimonio del Cristianismo y a el me acojo como única y real fuerza que me permita creer, aún, en el amor de todos los hombres. La historia sigue siendo ejemplo de la recuperación del hombre a los principios básicos de la esencia cultural del Cristianismo. Que así sea.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Discriminación social: Racismo, Xenofobia, homofobia…

El tema que nos ocupa exige un trazado serio y profundo que nos permita, dentro de lo que cabe, objetividad de planteamiento y objetividad de aceptación y comprensión. Vivimos en un mundo globalizado donde las comunicaciones, los transportes, el turismo, las finanzas y demás elementos que hace unos años impedían que el ser humano no conociera mas allá de su ciudad, ahora pueda permitirse sentir ciudadano del mundo. Las fronteras se retiran y los contactos entre seres humanos crece vertiginosamente, pero ¿Estamos preparados para ello?
A la vista de los acontecimientos diarios, las noticias, las encuestas, así como el día a día de todos nosotros, presenta un panorama que dista mucho de poder dar una respuesta afirmativa a nuestra pregunta inicial.
Si la preparación, entendida como estudios y formación, del ser humano ha sido siempre necesaria, es ahora cuando resulta imprescindible. ¿A que nivel profesional?, la respuesta es simple: a todos los niveles.
Todos necesitamos tener la preparación suficiente para convivir con otras mentes, razas, costumbres, religiones, etc., que nos permita entender y comprender que el individuo tiene diferencias. Esas diferencias, que hace unos años eran imperceptibles, ahora se muestran tan a la vista que resultan en muchos casos molestas. La nueva ciudadanía global nos obliga a aceptar otros individualismos, otras formas de vivir e incluso de convivir. Nos obliga a “todos” a una verdadera integración social.
¿Qué factores nos permiten aceptarnos tal y como somos? En la mayoría de los casos para entender y comprender a los demás debemos conocernos, tratarnos, la ignorancia es la mas peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás. Santa Teresa de Jesús decía “Lee y conducirás, no leas y serás conducido”, ese es el peligro, el dirigismos brutal de la sociedad, pues al no conocernos, al no entendernos, al no comunicarnos, la convivencia con personas distintas a nosotros se hace la mayoría de las veces insoportable.
El miedo a lo desconocido hace aflorar en el individuo los instintos mas bajos del ser humano, nuestra “condición humana”, que pone de manifiesto egoísmos, rencillas, enfrentamientos, sentimientos discriminatorios que, como consecuencia de esa “condición” nos aleja cada vez mas de nuestro “yo supremo”, ese yo que a lo largo de la historia ha sido capaz de entregas y sacrificios inmemoriales, que han hecho posible que el hombre primitivo salga de su oscurantismo y pueda disfrutar de situaciones impensables.
El individuo, como tal, vive una serie de acontecimientos biológicamente determinados que son comunes a la mayoría de las vidas humanas, y la manera en que reaccionan los individuos o hacen frente a estos acontecimientos constituye la condición humana. Esa reacción, ante los “otros” seres humanos, se manifiesta en actos discriminatorios como el racismo, la xenofobia, la homofobia…, olvidando que esos “otros” son “individuos” como nosotros.
Ese individuo, objeto de discriminación, es un ser humano, alguien singular, irrepetible, provisto de una personalidad propia inalienable. ¿Qué quiere decir esto? En términos personales, implica que cada ser humano tiene conciencia de ser el mismo, alguien valioso sin el que el mundo y la vida estarían privados de un elemento irremplazable.
Esta conciencia de ser “yo” se sustenta en la convicción de que existe algo que llamamos dignidad humana, que tanto diversas confesiones religiosas como escuelas filosóficas y corrientes ideológicas apoyan de un modo congruente desde sus particulares concepciones doctrinales. El hecho de que en el ámbito internacional existan organizaciones de diverso tipo -religiosas, ideológicas, sociales, culturales- que apoyen y defiendan la dignidad de la persona humana prueba, en principio, dos cosas: La primera es que ésta -la dignidad humana- se ve puesta en cuestión y, todavía más, que a menudo está gravemente amenazada.
Es preciso señalar que la creencia en un individuo, titular de derechos universales e inalienables, es, aparte de un imperativo moral para toda persona bien pensante, algo sumamente problemático en términos políticos prácticos. Tanto los supuestos de universalidad como de inalienabilidad señalan en una dirección clara, que Diana T. MEYERS describe en términos de su titularidad: el titular es evidentemente ese ser humano abstracto que, en concreto, se plasma en la persona individual que somos, por ejemplo, usted o yo.
Todo esto implícita su consideración como derechos absolutos, ¿por qué?. Porque un derecho universal afecta a la totalidad de la especie humana por el simple hecho de serio; un derecho inalienable es aquél que su titular no puede perder, con independencia de que lo haga o de cómo le traten los demás. Es decir nuestra titularidad inalienable nos dice que no podemos trasmitirla somos dueños de nosotros mismos para lo bueno y para lo malo. La criminalidad no puede resistir el no sabia lo que hacía.
Si nos imaginemos a ese individuo contemporáneo situado en y también frente al mundo que lo rodea. Viva donde viva, sean cuales sean sus orígenes y características físicas, sexuales, raciales, intelectuales, económicas, culturales, nacionales ... ese individuo parece estar provisto, desde el planteamiento anterior, de una titularidad absoluta, inalienable y universal de los derechos que garantizan que su dignidad de persona humana está a salvo. Sin embargo, todos sabemos que en la realidad esto no es así porque existen muchísimos "dependes", sistematizables según lo que el sociólogo Jesús IBÁÑEZ(1928-1992) llamaba "términos marcados". Así pues, frente al individuo en abstracto, pensemos en el individuo concreto, con presencia real en las relaciones con la sociedad. Si ese individuo es adulto, varón, blanco, rico y heterosexual, las condiciones y expectativas de su existencia real serán bastante más favorables que las de quienes no estén incluidos en las categorías señaladas. Cualquiera puede comprobarlo: repase usted las listas de gobernantes y ministros principales, miembros destacados de consejos de administración de grandes corporaciones e instituciones financieras, academias y universidades, magistraturas y ejércitos, colegios profesionales y centros de investigación ... de todo el planeta, es decir, consigne usted a los individuos con mayor capacidad de decisión y actuación del mundo, y saque sus propias conclusiones. Justifíquelo después como quiera o pueda.
Una vez planteada y ponderada la "visibilidad" o “claridad” mayor de algunos individuos en el escenario social en que nos movemos, subsisten cuestiones interesantes que conciernen a los restantes individuos, reales y concretos, que forman, por así decirlo, la "infantería" de nuestra sociedad, es decir, los millones de personas destinatarias de las decisiones e indecisiones, actuaciones y omisiones, aciertos y errores, de los ejecutores de la política en cualquiera de sus ámbitos. En términos filosóficos, jurídicos, morales, todos los individuos del planeta son idénticos en cuanto a dignidad humana y son, sin excepción, titulares de derechos universales e inalienables, conocidos genéricamente como "derechos humanos”.  El texto legal que sanciona esta situación, auténticamente revolucionaria si se considera a la historia de la humanidad en su conjunto, es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Se trata de un auténtico monumento elevado por una comunidad internacional aún precaria, a la dignidad humana, cuyo propósito es, en palabras de CARRILLO SALCEDO, ««reconocer los derechos fundamentales de la persona, universales e indivisibles, como uno de sus intereses fundamentales y uno de los principios constitucionales del orden internacional».
Pero, en un plano político real, ¿esa dignidad humana es una condición actual o representa más bien una meta? Toda reflexión al respecto, siempre reducida a sus dimensiones políticas inmediatas responde, como indica Norberto BOBBIO, a la categoría de los valores y es más un deber ser que un ser. Porque una cosa es declarar, e incluso ratificar tratados, convenios, pactos y protocolos internacionales, y otra realizar en plenitud, mediante ordenamientos jurídicos efectivos, acompañados de sus respectivas sanciones penales ineludibles, la actualización permanente de los derechos humanos, tutelados y salvaguardados como derechos fundamentales de cada individuo, sea ciudadano nacional de un Estado o no. Este aspecto, esencial, remite al fondo de la cuestión que nos ocupa y es que, respecto a los derechos humanos, lo más importante no es justificarlos, sino protegerlos. No se trata de un problema filosófico, sino político.
Aunque las dificultades señaladas son de orden jurídico y político, también afectan al propio contenido doctrinal de los derechos. Eso hace que personas como usted o yo nos escandalicemos gravemente cada día al constatar que los derechos humanos -la dignidad de la persona humana, en definitiva- son violados de forma sistemática por toda clase de agentes del orden y la seguridad, de la economía, de la judicatura, de la familia ..., tanto estatales como privados, en gran parte de los lugares del mundo, quedando los transgresores libres e impunes. Este "escándalo" es un estupendo indicador de la buena salud mental y moral de los que se escandalizan, que, con toda seguridad, son el motor que pone en marcha a los movimientos sociales y encauza a las corrientes de opinión pública internacional que luchan por una protección efectiva de los derechos humanos en el mundo.
El consenso general sobre los derechos humanos induce a creer que tienen un valor absoluto y que pertenecen a una categoría homogénea, cuando en su mayor parte no son ni lo uno ni lo otro. No pueden tener un valor absoluto porque en la práctica existen numerosos casos en que dos derechos, igualmente fundamentales, se enfrentan y no es posible proteger incondicionalmente a uno sin convertir al otro en inoperante. Un ejemplo lo da la objeción de conciencia; ¿Qué es más fundamental: el derecho a no matar o el derecho de la colectividad a defenderse de una agresión externa?
Siguiendo con esta reflexión podríamos llegar a conclusiones aterradoras, donde cualquier manifestación que tuviera por objeto salvaguardar mis interés debería primar sobre cualquier otro derecho. Es aquí donde entramos en las discriminaciones, es decir en diferenciar, distinguir, separar a un individuo o individuos de otros, y en donde una persona o grupo es tratada de forma desfavorable a causa de prejuicios, generalmente por pertenecer a una categoría social distinta; debe distinguirse de la discriminación positiva (que supone diferenciación y reconocimiento). Entre esas categorías se encuentran la raza, la orientación sexual, la religión, el rango socioeconómico, la edad y la discapacidad. La xenofobia y el racismo son formas de discriminación, es decir una conducta sistemáticamente injusta contra un grupo humano determinado.
El racismo y la xenofobia son problemas graves que tienen planteados en la actualidad Europa y España. Pero si el racismo es discriminación por raza y xenofobia es discriminación por nacionalidad, el obligado debate será sobre la discriminación. Recomendar que no se ejerciten comportamientos racistas es una falacia, que cuando procede de quienes ostentan el poder se convierte en un claro ejercicio de hipocresía, por ser ellos los responsables de la Ley de Extranjería, y adquiere tintes de grave irresponsabilidad porque al obviar los restantes modos de discriminación los perpetúan, sabedores de que las recomendaciones no modifican los comportamientos.
Pero lo mas cruel es que nuestras conductas como el racismo, la xenofobia o cualquier otra forma de discriminación, no son solo aspectos externos al individuo, sino que están dotados de un poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le imponen, lo quiera o no. Probemos a oponernos a una de estas manifestaciones colectivas, yo diría costumbristas por cultura, etnia o raza, y verá como su rechazo se vuelve contra el.
Hay una relación causal (causa y efecto) entre los distintos elementos que nos rodean: físicos, sociales, religiosos, resultado de una interacción plural que se plasma conceptualmente, en lo que Montesquieu denominaba el “espíritu general”. Para Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu (1699-1755), el “espíritu general” es una resultante de un juego de interferencias, un doble proceso entre el hombre y el mundo, en el que causa y efecto son reversibles. Ese “espíritu general” no es algo que depende de la voluntad del individuo, ni siquiera de la voluntad de una colectividad: es una resultante en el que los elementos morales, producto de la libre acción de los hombres, predominan históricamente en las sociedades avanzadas frente a los condicionamientos físicos. Es pues un determinismo a partir de la aceptación del carácter físico y moral de la naturaleza humana. Para Montesquieu, en el mundo físico, “ley” y “hecho” coinciden; pero en el mundo moral, la necesidad no implica la existencia, y el hecho puede ser entonces contrario a la ley.
La falta de objetividad distorsiona la naturaleza esencial del hombre, al igual que, para Marx (1818-1883), lo hacía el capitalismo. Las personas no son conscientes de esa distorsión pues se trata de una consecuencia no prevista, pero estas consecuencias dependen del contexto social. Una persona honrada, incapaz de hacer daño a nadie, puede considerar a la vista de los mensajes que la estructura social le trasmite que el aborto no es un crimen o que la eutanasia beneficiara a su madre enferma. Si esta postura va calando en la sociedad su objetividad puede quedar distorsionada y aceptar algo que en condiciones objetivas le resultaría del todo inapropiadas.
Émile Durkheim uno de los creadores de la sociología moderna, en su obra “Las reglas del método sociológico” (1895). Nos deleita con sus planteamientos al poner al individuo frente al espejo de sus conclusiones y despojándole de la mayoría de sus criterios por su falta de objetividad. Para Durkheim la objetividad es necesaria para que nuestros planteamientos sean lo mas justos posibles.  Objetividad en nuestras creencias, aptitudes, trabajos, relaciones, comentarios, acciones, etc. pues es en estos “hechos sociales” cuando la objetividad se convierte en necesidad.
Es cierto que la historia nos muestra individuos con una presencia tangible en la escena internacional: son los protagonistas de la misma, dirigentes de todo tipo y condición, que en momentos determinados asumen causas variopintas y, por así decirlo, mueven el mundo, para bien y para mal. Entre Gandhi y- Stalin hay un abismo; entre Juan XXIII y Hitler, una sima; entre Gorbachov y Pinochet, una zanja. Son ejemplos extremos, qué separa o une a los demás individuos de la sociedad.
El individuo particular, en su esfera privada de valores e intereses, es, para la mayoría de quienes ostentan la capacidad de dirigir la sociedad internacional, un objeto sobre el que actuar muchas veces de forma irrespetuosa e irresponsable. Sin embargo ese individuo es un sujeto, pensante y sensible, está provisto de facultades inherentes que le llevan a actuar, aun a pesar de la inercia y las dificultades. La acción de los movimientos sociales y de ciertos individuos particulares excepcionales logra romper la costra de una realidad opresora, estableciendo ,que la libertad y la justicia sean, además de unos valores e ideales, un hecho tangible para un número creciente de seres humanos.
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Charla dada por José Antonio Puig Camps. Doctor Ingeniero Agrónomo (Economía y Sociología). Experto Universitario en Inmigración, Exclusión y Políticas de Integración Social. Máster Universitario en Exclusión Social, Integración y Ciudadanía.
Aula Cultural Ayto. de Torrente (28-10-2010)