La cultura de hoy se confunde con las páginas de opinión de
cualquier periódico “progre” que, ocultando la verdad, se desliza por un plano
inclinado hacia el abismo del descrédito, la denigración y el desprestigio. No
nos interesa la verdad, sino solo aquello que podemos experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Así, nos
vamos convirtiendo en seres humanos que, instrumentalizando la realidad, vamos
contaminando todo aquello que tocamos.
Esas realidades culturales han ido ocultando todo aquello
que nos hacía más humanos, más comprometidos con los demás, más empáticos. Así,
despojándonos de todo lo que nos acerca más a la espiritualidad del hombre, nos
hace más dependientes de ellas y facilita el dominio sobre toda la humanidad.
Con ese dominio intentan hacernos creer que Dios no existe,
que la familia es anacrónica, que el amor debe ser libre y caprichoso, que los
hijos son un estorbo que merma la libertad y que la religión es un lastre que
debemos eliminar de nuestras vidas (critican el anacronismo y nos siguen
recordando a K. Marx con su frase “la religión es el opio del los pueblos”).
Es claro que la situación religiosa no es homogénea. En
grandes zonas del mundo nos encontramos con sociedades compuestas por mayorías
creyentes y donde la presencia de la religión sigue siendo muy visible. Los
estudios de sociología de la religión constatan transformaciones religiosas y
aparición de nuevas formas de religiosidad en las sociedades europeas desarrolladas,
que contribuyen a la irrupción del pluralismo religioso.
Sin embargo, no nos podemos engañar: el encuentro de
nuestros contemporáneos españoles y europeos con el Dios cristiano encuentra
hoy enormes dificultades. Es ahí donde debe radicar el estudio de las razones
que llevan a esta situación que, aunque muy diversas y explicadas, deben ser
retomadas.
La entronización o exaltación radical del sujeto en la
cultura moderna, así como la fe en el carácter omnipotente de la razón han amenazado
el acceso al Misterio de Dios. El proceso ilustrado entre los siglos XV y XVI
que pretendía reafirmar y clarificar la idea de Dios, terminó declarando su
ruptura. En su primera etapa mostraba un Dios encargado de resolver nuestros
vacios y su presencia se reducía a la función de garantizar aquello que hombres
y mujeres no podían asegurar de otra manera. Era el “Dios tapa agujeros”
(Dietrich Bonhoeffer).
La idea de un Dios transcendente, libre y soberano respecto
a los hombres y mujeres, se difumina poco a poco. Su lugar lo ocupa el Dios del
deísmo, donde perdida su verdadera transcendencia, Dios termina por convertirse
en una idea humana sin realidad propia y que desemboca al final en el ateísmo.
La cultura moderna no quiere, o no sabe, buscar a Dios y se empecina en
amoldarlo desde los apriorismos de la racionalidad humana, encarcelándolo en un
férreo sistema intelectual totalitario, que no le permite ser el Dios del Amor.
José Antonio Puig Camps (Doctor Ingeniero y Sociólogo) AGEA