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MI Frase
"Cuando la vista se cruza con el deseo, haz que impere la razón".
(José A. Puig)





jueves, 4 de noviembre de 2010

El enfermo un valor por descubrir

La salud y la enfermedad son parte integral de la vida, del proceso biológico y de las interacciones medioambientales y sociales. La enfermedad es una alteración de la salud que estremece a muchas personas, y que cuando se diagnostica se considera que la desgracia ha hecho presencia en la persona diagnosticada y en todo su entorno familiar. Mas aun, esta impresión, se transforma en un sin vivir cuando en el diagnostico te dicen: “Vd., tiene una enfermedad muy grave y tiene de 3 a 5 años de vida”. A partir de ese momento todo tu alrededor se desmorona, tu cuerpo parece que ya no está en este mundo sino que ha pasado a formar parte de un submundo donde todo es oscuro y todo es negativo, donde ya no perteneces a una realidad cotidiana sino que has pasado a ser, para la mayoría de la sociedad, un resignado. Cuando se aborda el tema de la enfermedad a menudo nos enfrascamos hablando del aspecto científico, pero miramos de reojo y con cautela el aspecto humano. Si nos centramos en el punto de vista del lugar que ocupan los enfermos en la sociedad, nos encontramos en una especie de prehistoria, en la que se han hecho algunos progresos pero lo importante aun está por descubrir, pues es una combinación, sin posibilidad de separación, de lo científico y de lo humano, en el concepto mas elevado del termino: seres creados por Dios.
Comprender el sentido del dolor y del sufrimiento humano es uno de los desafíos más complejos de la fe cristiana. En efecto, cabe preguntarse: Si Dios es amor y omnipotencia, ¿por qué permite el dolor en el mundo?, ¿por qué no elimina el sufrimiento, haciendo que todas sus criaturas sean felices? Con razón ha dicho André Frossard que el origen del dolor y del mal “son la piedra en la que tropiezan todas las sabidurías y todas las religiones”. Así el cristiano -como cualquier otro hombre-, al experimentar el dolor desgarrador, se pregunta, al menos en el primer momento: “Por qué, Señor, por qué” y, en su amargura, experimenta la radical soledad y se formula la espantosa interrogante de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Esta u otras formas parecidas de pensar ante el dolor, ante la enfermedad, ante el mal, pueden ser racionalmente validad, pero implican un concepto de Dios demasiado antropomórfico, una forma de querer personificar, de querer aplicar cualidades humanas a la divinidad. De esta forma seriamos capaces de pensar que podríamos hacer las cosas mejor que Dios. Pero lo cierto, lo que ocurre en realidad, es que la mente reflexiva no puede penetrar en los misterios de la creación y de la vida, que solo se entregan a la percepción de la mística y de la certeza intuitiva de la fe.
Habitualmente, las personas toman decisiones y realizan elecciones acerca de un sinfín de temas, por ejemplo, a qué partido votar, si acudir o no a una manifestación, decidir sobre distintas marcas de ropa, o, finalmente, optar por salir o no a cenar con determinadas personas.
Estos comportamientos tienen un punto en común, todos ellos reflejan las valoraciones que las personas poseen sobre las distintas cuestiones mencionadas. A dichas valoraciones se las conoce con el nombre de actitudes. Así, por ejemplo, se podría decir que una persona que sabe llevar su enfermedad tiene una actitud positiva con respecto a este asunto, mientras que otra que no la sabe llevar diríamos que tiene una actitud negativa.
Las actitudes desempeñan una serie de funciones imprescindibles a la hora de buscar, procesar y responder, a la razón de la enfermedad. Las actitudes influirán sobre la forma en que las personas piensan y actúan sobre la enfermedad, también las actitudes van a reflejar la interiorización de los valores que rigen en nuestra persona y en nuestro entorno social. También los cambios de actitudes,  de las personas ante la enfermedad, puede cambiar el contexto de la misma.
Pero ¿Qué son las actitudes? Desde su aparición en la Psicología social, a principios del siglo pasado, y hasta la actualidad, se han propuesto distintas definiciones de actitud, de mayor o menor complejidad. En la actualidad, la mayoría de los estudiosos del tema estaría de acuerdo en definir las actitudes de la siguiente forma: “Evaluaciones globales y relativamente estables que las personas hacen sobre otras personas, ideas o cosas que, técnicamente, reciben la denominación de objetos de actitud”.
De una manera más concreta, al hablar de actitudes se hace referencia al grado positivo o negativo con que las personas tienden a juzgar cualquier aspecto de la realidad, convencionalmente denominado objeto de actitud. La enfermedad es el objeto de actitud, y la actitud será el grado positivo o negativo con que las personas tienden a juzgar cualquier aspecto de la realidad, en este caso denominado la enfermedad (objeto de actitud).
El enfermo al diagnosticarle la enfermedad pasa por la fase que yo denomino “la necesidad de saber” está loco por conocer exactamente que es lo que tiene y que remedios y posibilidades de curación tiene su enfermedad. La Psicología social nos habla de las funciones de las actitudes y entre esas funciones está la “Función de organización del conocimiento”, ¿Qué es esto?
Cuando el enfermo quiere saber no cesa de preguntar de estudiar de revisar por internet que es lo que tiene, esto le lleva a una sobrecarga informativa del entorno al que estamos expuestos, es entonces cuando nuestra mente necesita estar preparada para estructurar, organizar y dar coherencia a todo ese mundo estimular que se presenta ante nosotros, y así poder conseguir una mejor adaptación al ambiente es lo que se conoce como “necesidad básica de conocimiento y control”, estructurando la información en términos positivos o negativos. De esta forma ante situaciones nuevas, nuestras actitudes permiten predecir que cabe esperar de ellas, aumentando así nuestra sensación de control. Controlamos nuestra enfermedad.
Según la función instrumental o utilitaria de la actitud que tengamos hacia la enfermedad podemos conseguir lo que queremos y evitar aquello que no nos gusta. Un ejemplo de esto lo vemos diariamente en los abogados que adoptan actitudes positivas hacia sus clientes (para poder defenderlos mejor), o los empleados que desarrollan actitudes positivas hacia las organizaciones para las que trabajan (lo cual les puede colocar en una relativa posición de ventaja para ascender).
Además, la expresión de las actitudes permite a las personas mostrar sus principios y valores, así como identificarse con los grupos que comparten actitudes similares (Katz, 1960). Es decir, la expresión de actitudes sirve para acercarse a otras personas con actitudes similares, contribuyendo de esa forma a satisfacer la necesidad básica de aceptación y pertenencia grupal. Así determinadas actitudes contribuyen a hacernos sentir bien con nosotros mismo.
En síntesis, si consideramos conjuntamente las funciones que cumplen las actitudes, podemos observar su importancia a la hora de satisfacer las necesidades psicológicas fundamentales de los humanos: tener conocimiento y control sobre el entorno, mantener cierto equilibrio y sentido interno, sentimos bien con nosotros mismos y ser aceptados por los demás.
Cuando conocemos lo que tenemos aparecen, resumiendo, dos actitudes diferentes en el enfermo, que podemos clasificarla en la personalidad pagana y cristiana. En ambas personificaciones de la actitud sobresale, ante la enfermedad, de forma vertiginosa el “verdadero yo” de cada uno de nosotros, el egoísta es aún mas egoísta, el que era altruista lo es ahora mas. El pagano solo quiere su bien y utiliza todo lo que esta a su alcance para obtener aquello que no tiene, en este caso “salud”. El cristiano intenta dar, por su enfermedad, mas amor, mas entrega, mas humildad, mas comprensión.
La teología cristiana nos enseña que Dios no desea el sufrimiento del hombre y que sólo lo permite porque es necesario para su crecimiento ético y espiritual y poder regresar así al goce paradisíaco original. Al respecto, Juan Pablo II nos recuerda en su encíclica Evangelium Vitae, que el hombre “está llamado a la plenitud de la vida, que va más allá de su existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios”. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino sobrenatural.
El relato bíblico, siempre en el marco de la religión judeo-cristiana, nos muestra que fue sólo la rebeldía del hombre la causa tanto del dolor como de la muerte. Más allá del relato bíblico, el curso de la historia nos demuestra trágicamente cómo el hombre era y es incapaz, por sí solo, de discernir el bien y el mal. De ahí el absurdo de reprochar a Dios por nuestros errores y nuestros crímenes, que El sólo permite por respetar nuestra libertad y -tal vez- para el cumplimiento pleno de su designio providencial. El único responsable, entonces, de la mayoría de los dolores y sufrimientos, es el hombre mismo, que creyó, y aún con frecuencia cree, poder dirigir autónomamente su vida y su propio destino.
Sin embargo, Dios -en su infinita misericordia- le dio a la desobediencia de Adán un valor y un sentido positivos, otorgándole al mal y al sufrimiento un carácter purificador que culminará -en la historia- con la pasión redentora de Jesús que, sin conocer el pecado, con su martirio inocente asumió para siempre todos los dolores y sufrimientos de la humanidad. El martirio de Jesús no fue producto de un azar, sino que estaba previsto en el designio divino para la salvación del hombre y es por eso que ya fue anunciado por los profetas del Antiguo Testamento como una promesa divina de redención universal.
El Padre, por su amor al hombre, si bien no suprimió el dolor, le dio un sentido moral, tanto para el crecimiento y la madurez espiritual de cada individuo, como para la actualización -en la especie humana- del supremo sentimiento de la compasión. Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. Como dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm. 5, 20).
En la antigüedad se pensó que el dolor del hombre era un castigo por sus pecados. Pero -para el cristianismo- las congojas y desgracias no son el castigo de una culpa, sino una oportunidad de purificación. En realidad, no podemos equiparar nuestro concepto del bien y del mal con el de la sabiduría divina. Así, lo que nos parece favorable, puede no serlo a los ojos de Dios. Lo que estimamos infausto, puede ser útil y conveniente para el designio divino de nuestra personal existencia.
Por ello el cristiano debe pensar que su enfermedad es un orgullo que el Señor nos permite tener, pues, como nos dice San José María Escrivá, con ella nos “asocia a Cristo en su Cruz Redentora”. ¿Qué valor mas grande puede esperar el enfermo?
Es aquí donde nos encontramos con un hecho esencial: la existencia de Dios trastoca el sentido de la vida humana. Si Dios no existiera lo único importante sería ser feliz. Pero si Dios existe, nuestra vida se transforma en experiencia y entonces debemos asumir con valentía el designio de nuestra existencia. Cuando el cristianismo dice que Dios ama infinitamente al hombre, C.S. Lewis nos dice: “no se refiere a una “benevolencia senil y soñolienta”, sino a que lo ama a través de las condiciones concretas y necesarias de su existencia humana. En efecto, si este mundo tiene un sentido de “perfección de almas”, sin duda que el dolor y el sufrimiento deben tener un significado importante para el hombre; algo así como un motivo de perfeccionamiento que, de algún modo, enriquece tanto la evolución individual como la experiencia general del hombre a través del curso de la historia”.
La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia la evolución y, por ello, sin la existencia de la enfermedad o cualquier desdicha, se desvanecería la experiencia terrenal del hombre como un acontecer carente de sentido. Un mundo sin pecado ni sufrimiento sería un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría inútil y estéril. No se trata, por supuesto, de decir que la enfermedad no sea doloroso, sino de encontrarle un sentido. Es obvio que ningún sufrimiento puede ser bueno en si mismo pero sí, en cambio, por sus repercusiones sobre la personalidad.
La enfermedad nos enseña a conocernos más profundamente. Goethe sostuvo que sólo los goces y el sufrimiento instruyen al hombre sobre sí mismo. La dicha y la desgracia son, en efecto, las grandes vías del autoconocimiento y, al final, convergen hacia la misma plenitud de vida. El camino del infortunio, sin embargo, no es siempre necesario, pero para algunos parecería ser la única posibilidad madurativa. Es a través del amor o del dolor que el hombre puede crecer espiritualmente y encontrar la verdad de sí mismo, pero lo cierto es que, al igual que sucede con la existencia terrenal, el sentido religioso de la enfermedad y del sufrimiento es un misterio que escapa a la comprensión reflexiva del humano.
El hombre a lo largo de la historia ha hecho gala de su curiosidad, de su interés por conocer el “por qué” de todo lo creado, de todo lo que nos rodea, es lógico que también desea conocer dónde puede estar lo valioso de la enfermedad y del sufrimiento. Los misterios quieren ser descubiertos a través de la razón, ese gran don que tiene el hombre y que lo hace diferente a los animales, por mucho que se empeñen los darwinianos. Esa razón puede encontrar respuestas, por ejemplo, a través de los escritos evangélicos, si leemos a Mateo “la parábola de la cizaña” (Mt 13, 24-30), donde el dueño de una tierra siembra trigo y por la noche el demonio lo mezcla con cizaña, cuando crece y los sirvientes le proponen al amo arrancarla, éste les dice que no lo hagan, porque podrían también arrancar el trigo: “Dejadlos crecer juntos hasta la siega y entonces arrojad la cizaña al fuego y llevad el trigo a los graneros”. El mal junto al bien, la cizaña junto al buen trigo, juntos y necesarios para el progreso humano, que sin duda no se realizaría de forma correcta sin los aspectos negativos de la vida que permiten actualizar los aspectos positivos del ser humano. Aquí encontramos la paradoja del pecado, que hace posible el arrepentimiento destacando, por contraste, el amor y la virtud.
Del mismo modo, es en la experiencia de la enfermedad cuando el hombre puede percibir mejor su condición de criatura impotente y sin poder ante los sucesos y acontecimientos penosos de la vida. Pero si bien el sufrimiento puede acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante una enfermedad grave se desfallece, incluso en personas religiosas, que se pueden sentir abandonadas del Padre y ser presas de la confusión.
Confusión que se va manifestando en la actitud del enfermo a partir del momento en que se le ha dado el alta. ¿Cómo actúa a partir de ahora? ¿Qué espera de la vida? Para la fe cristiana, el dolor y el sufrimiento son a la vez prueba y motivo de purificación. La primera actitud educativa de un buen padre es “quebrantar” la caprichosa voluntad del niño. Pero lo hace con amor y para su bien futuro. Del mismo modo, Dios nos trata como a sus hijos, pero -como se ha dicho- no es sobreprotector ni paternalista y desea que el hombre crezca y se desarrolle libremente, escogiendo por sí mismo sus alternativas.
Aquí volvernos a encontrarnos con las dos personalidades: la pagana y la cristiana, el cristiano ha madurado y empieza a darse cuenta de la importancia de la gratitud, estuvo enfermo y se ha curado, tuvo heridas y se han cicatrizado, estaba impedido y ya tiene libertad. Ese sentimiento, la gratitud, nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho y a corresponderle de alguna manera. “Gracias” es la palabra que debemos usar, gracias por todo lo que tengo, por todo lo que se me ha dado, por todo lo que cada día soy capaz de disfrutar y de hacer disfrutar a los demás. Pues si lo compruebas, la gratitud hacia otras personas siempre aumenta la felicidad. Agradecer lo que tengo es una eficaz manera de sentirme mas cerca de los que me rodean, de hacerles felices y ello me da paz interior y regenera mi cuerpo cada vez que lo hago.
El dar las gracias tienen poderes que no somos conscientes de ellos. Una actitud de agradecimiento puede convertir las dificultades en oportunidades, los problemas en soluciones, las pérdidas en ganancias y expande nuestra visión permitiéndonos descubrir lo invisible. Nos ayuda a ver y valorar lo que tenemos en lugar de preocuparnos por lo que no tenemos, y nos enseña a agradecer los malos momentos, porque nos hacen más fuertes y sabios.
El enfermo va descubriendo nuevos valores en su existencia, pues, al darse cuenta de su limitación, desarrolla sentidos que antes tenía ocultos. Descubre, pues, lo invisible o, mejor dicho, lo que esta oculto para los que en esta vida no se dan cuenta de esas limitaciones que, por otra parte, todo humano tiene. Al reconocer esas limitaciones y debilidades se hace humilde, actuando a partir de entonces de acuerdo a ese conocimiento.  La enfermedad permite al enfermo convertir defectos en virtudes y rechazar el que esos defectos se conviertan en hábitos, con el rechazo descubrimos nuestros errores y ello nos prepara a no volverlos a cometer.  
El pasado, “transforma mi presente”. Lo malo se olvida y lo bueno se enaltece. Es mucho lo bueno que recuerda el enfermo de su periodo de enfermedad: el valor de la familia, el cariño de la amistad, el cuidado del sanitario, el reconocimiento de cientos de actos, que al estar “buenos” nos eran indiferentes. ¿Quién reconoce el valor de la vista? El que no la tiene. ¿Quién reconoce la maravilla de la libertad en nuestros actos de cada día? Quién no la tiene. Meditemos, analicemos cada día la cantidad de cosas buenas que tenemos, antes de que las perdamos. Demos gracias continuamente por ello, el cristianos a Dios, el pagano a… ¿“la suerte”?.
Mis recuerdos me permiten ser mejor y, por ello, mi capacidad de “dar” aumenta, cuando tienes un corazón agradecido adquieres una nueva disposición de entrega a los demás y de esa manera ellos experimentan la alegría que tu sientes. Tu enfermedad te ha hecho mas altruista, mas deseoso de que todos los que te rodean sean felices. Se te ha dado, en muchos casos, una nueva oportunidad de mostrar al mundo tu capacidad de amor.
Cuando cultivamos una sincera aptitud para “dar”, que nace de la propia gratitud por los dones que se nos han dado, experimentamos en todo su esplendor la idea de que “dar es recibir” y “recibir es dar”. La experiencia de atender a las necesidades de los demás es una de las mas dichosas que se pueden conocer, y eso estoy convencido que muchos de los que me estáis atendiendo lo habéis experimentado. Lo realmente importante no es lo que doy de forma tangible, sino lo que doy con el alma y el corazón a otro ser humano, sin esperar nada a cambio.
El enfermo sabe la importancia de la ayuda, pero resulta que todos, repito todos, tenemos necesidad de ser ayudados. Si nos damos cuenta de ello también seremos capaces de reconocer “a quién” debemos pedirla, y como pedirla, solo necesitamos tener la humildad de reconocer nuestra pequeñez y decir: ¡ayúdame!.
Si no somos capaces de hacerlo, es porque tampoco hemos sido capaces de reconocer nuestra insignificancia. El orgullo y la soberbia nos hacen estar ciegos ante la verdad del amor y nuestras meditaciones para encontrarnos a nosotros mismo carecen de la humildad suficiente para obtener la ayuda necesaria.
Cada día, nos ofrece un motivo de gratitud, y hemos de buscar esos momentos especiales y recordarlos. La buena salud, la capacidad de ayudar a los demás, el apoyo de nuestros seres queridos, y tantas otras cosas, son motivos para estar agradecidos.
Han pasado mas de diez años desde que me diagnosticaron mi enfermedad (cuando tan solo me daban 3 ó 5), mucha gente que se encuentra conmigo después de meses o años sin vernos me dice: Que bien te veo, estás mejor que antes, es cierto ¡me han descubierto! Doy gracias por vivir.
La fe en Dios, la presencia de su Espíritu, la ayuda cotidiana de nuestra Madre y el recibir a Jesús todos los días, hacían de mi un ser feliz con mi enfermedad. El amor de mi esposa y de mis hijas ponían el marco en que se plasmaba esa felicidad. No temo a la enfermedad, pues creo que es Dios, con su infinita misericordia, el que da la vida y nos la pide cuando lo considera mas oportuno.

(Conferencia dada por José Antonio Puig Camps el 4 de Noviembre de 2010 en el Club Sénior Collvert de Valencia)

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