El ser humano es un ser que tiene
experiencia del mundo puesto que vive en él y como tal se relaciona con el
entorno. La experiencia es el hecho de haber presenciado, sentido o conocido
algo, en definitiva, es el conocimiento que adquirimos gracias a esas
vivencias, gracias a vivir. Ahora bien, el tipo de experiencia puede ser
diferente en función de su objeto propio. Las experiencias que están vinculadas
con la divinidad reciben el nombre de experiencia religiosa en la que el sujeto
establece una relación con una realidad espiritual. El término religioso no
tiene aquí aún significado cristiano, sino que alude al sentimiento y la
conducta que se hace consciente de lo divino, entendido en sentido general, de
lo numinoso, tratando de establecer una relación con él. Se trata de una
experiencia muy profunda pero también muy compleja puesto que el ser humano
puede sentirse desbordado por una vivencia que tiene dificultades para expresar
con palabras, ante lo limitado que resulta el lenguaje. El motivo y la
situación de la experiencia religiosa pueden ser muy diferente. La experiencia
puede acontecer ante la naturaleza; ante una obra de arte; ante personas que
impresionan por su peculiar modo de ser; ante acontecimiento históricos que
estremecen; ante las menudencias de cada día, y hasta sin ningún motivo
especial, por cualquier causa, sin más. La intimidad del ser humano tocado por
esta experiencia advierte algo que es distinto del mundo y de lo terreno, ajeno
y misterioso y, sin embargo, muy familiar; algo que no cabe incluir en lo ya
conocido, pero real y poderoso; algo esencial para la vida personal e
insustituible por cualquier otra cosa. Es como dice la canción sentir que
resucito, subir al firmamento y donde el silencio se torna en melodía.
Para llegar a descubrir que esa
experiencia es religiosa, se ha tenido que establecer la idea de lo sagrado o
el fenómeno de la religiosidad. Para sacarlo a la luz se ha recorrido un largo
camino. La Ilustración consideraba que la esencia de la religión consistía en
un conocimiento racional y en una acción moral. El positivismo del s. XIX tenía
una concepción historicista –toda realidad es el producto de un devenir
histórico-, por lo que veía en la religión la forma primitiva de interpretación
de la existencia que alcanza su perfección en las ciencias exactas. Para los
materialistas, la religión es una superstición o un engaño intencionado, puesto
al servicio de fines sociales y económicos. Friedrich D. E. Schleiermacher, teólogo
y filósofo alemán, intentó demostrar la esencia propia de la religión pero fue
rechazada por el empirismo y el relativismo de la segunda mitad del s. XIX. La
obra más famosa de Rudolf Otto, “La idea de lo sagrado”, define el concepto de
lo sagrado como aquello que es numinoso, misterioso. El término numinoso lo
acuño sobre la base de la palabra latina Numen (referida en su significación
original a los dioses). Una expresión desconocida hasta entonces que establece
un paradigma para el estudio de la religión como una categoría irreductible y
original en sí misma. Este paradigma fue atacado entre los años 50 a 90 del s.
XX pero ha vuelto con fuerza desde entonces. La psicología examina la
estructura de la experiencia religiosa tanto en la vida del individuo como de
la comunidad. La filosofía se pregunta por su relevancia para la existencia en
general y para la vida de la persona. Por último, la teología reconoce que se
deben clarificar las relaciones de la religiosidad en general con lo que el
mensaje cristiano llama Revelación y gracia.
La experiencia religiosa no es un
simple estado emocional, un sentimiento indefinido o una función del
subconsciente, sino un comprender con la mente, hacerse conscientes y seguros.
Es el proceso de un “darse”, por el cual quien lo experimenta conoce una
determinada realidad. Y es real. Tiene relación con la realidad de este mundo,
aunque no sea de naturaleza mundana. Una relación que puede percibirse de
distintas maneras; pero siempre de tal forma que ahí se revele un significado
peculiar, que otorga positividad incluso a lo aparentemente negativo. Lo así
entendido se hace real y poderoso, grande y sublime, triunfador, tierno,
íntimo, individual y, a la par, universal y capaz de aglutinar las grandes
variedades del existir. Lo numinoso se une a lo sagrado y, a la vez,
proporciona significado al ser humano que logre ser partícipe de esa
experiencia, al punto de que tal participación es la salvación. Esta santidad
la advierte de modo inmediato la intimidad de nuestro ser: el sentimiento, el
corazón, la conciencia. Pero rápidamente nuestro espíritu interrogador trata de
desentrañarla con preguntas y de expresarla mediante imágenes. Nacen así las
distintas doctrinas y reglas religiosas: mitos, cultos, sistemas educativos,
filosofías religiosas, etc. Esto nos lleva a preguntarnos qué es lo sacro en
cuanto ser existente, la experiencia y la reflexión humanas responden que es lo
divino. Y ¿qué es lo divino? Una respuesta puede decirnos que lo divino es el
mundo mismo. Pero su réplica puede ser interpretada de variados modos. Para el
panteísmo clásico, lo divino es el fundamento primero de la naturaleza, la
potencia primordial de la historia. Para la filosofía existencialista lo divino
es el modo en que resplandecen las cosas. Otra respuesta únicamente la
conocemos con claridad por la Revelación, donde lo divino solo puede partir de
Dios.
Este Dios no es el mundo ni el
hombre, ni la historia ni la existencia. Dios es única y plenamente Él mismo.
No necesita del mundo para ser; aunque el mundo no existiera, sería y no le
faltaría de nada. El mundo es ideado, creado, dirigido y gobernado por Dios. Lo
divino es el carácter que el mundo posee por el hecho de haber sido creado por
Él. Es el carácter que el mundo tiene por el hecho de que Dios está en él, lo
domina, lo mantiene, lo sepa el mundo o no. Es el hecho de que Dios guía los
acontecimientos, prosigue su obra, quiéralo el mundo o no. De ahí la relación
en que se halla el hombre o la mujer, su sentido, el soplo que lo alienta; la
sensibilidad otorgada por esa proximidad divina; la intimidad que todo lo
supera, y la amenaza y la exigencia que todo ello conlleva. Esto es lo divino.
Poner al sujeto que lo experimenta en relación con Aquel de quien procede y al
que retorna. Esta experiencia religiosa, esta aproximación a lo divino, este
estar con Dios, es cierto que se dirigen en última instancia a Él. Sin embargo,
su imagen y sus exigencias las pone el hombre o la mujer al servicio de su
caprichoso arbitrio. Lo que parece manifestación de Dios, con frecuencia, no es
más que un modo de autoafirmación del ser humano; y lo que afirma ser una
faceta divina a menudo no es más que la superposición en el absoluto de su
propio ser. Esto que parece imposible, no es más que una consecuencia de la
voluntad divina de que el hombre tenga iniciativa propia. Una iniciativa que le
permite alzarse contra lo divino cuando el ser creado no quiere obedecer, sino
ser dueño de sí mismo. Cuando no desea considerar el mundo como préstamo de
Dios, sino poseerlo como propiedad soberana. Por ello, aunque solo lo divino
cuenta, la gran tentación estriba, desde el inicio de los tiempos, en querer alargar
la mano y agarrar lo que solo Dios puede dar.
José Antonio
Puig Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Blog:
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Twitter:
@japuigcamps
Publicado 08-12-2018