El concepto de pensamiento único
fue descrito por primera vez por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer en 1819.
Herbert Marcuse (sociólogo judío) describió
un concepto similar que él denominó pensamiento
unidimensional (“El hombre unidimensional”
publicada al castellano en 1965). Para Marcuse este
tipo de pensamiento es el resultante del “cierre del universo del discurso”
impuesto por la clase política dominante y los medios suministradores de
información de masas.
Ha llegado un punto, en el que el ideal
de que el periodismo tiene que hacernos conocedores de la verdad, está herido
de muerte, ya que la caída de ingresos ha hecho que muchos medios sean cada vez
más dependientes de los ingresos publicitarios y estos pueden ser muy influyentes
en qué temas conviene abordar.
Estos
medios, ante la imposibilidad de explicar y justificar válidamente los
acontecimientos que se solapan a una velocidad vertiginosa, recurren, en más
ocasiones de las deseadas, a una estrategia de evidentes caracteres
totalitarios y, cómo consecuencia, el camino se ha trazado unilateralmente y el
contestatario no es discutido sino desprestigiado.
Con
la frase de “matar al mensajero”, el corporativismo periodístico se justifica
ante cualquier crítica que se le pueda hacer a su publicación, sin tener en
cuenta que no se está atacando al mensajero, sino a la manipulación soez y
partidista de la verdadera noticia. Tal vez tendremos que recordar a esos
periodistas que el “mensajero” o correo, al que quieren citar, era una persona
que tenía el oficio de “llevar” la correspondencia epistolar, sin manipulación
alguna.
El
pensamiento unidimensional, o único, que muchos periodistas, demasiados para mi
gusto, quieren inculcarnos a través de los medios de información que dominan no
se corresponde con el “mejor oficio del mundo”, de García Márquez, sino con
verdaderos atentados éticos que amparan toda clase de
agravios impunes.
El empleo desaforado de comillas en
declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados,
manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la
magnitud de un arma mortal. El mal periodista piensa que su fuente es su vida
misma (sobre todo si es oficial) y
por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con
ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a
menospreciar la decencia de la segunda fuente (García
Márquez en “Nuevo Periodismo Iberoamericano”).
Los beneficios cosechados hasta ahora,
por estos “mensajeros”, no son fáciles de evaluar desde un punto de vista
pedagógico, pero lo que si debemos evaluar, el sacrificado público que
interactúa con el medio de comunicación, es si vale la pena hacerlo.
José Antonio Puig Camps. AGEA Valencia
(Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Twitter: @JapuigJose