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"Cuando la vista se cruza con el deseo, haz que impere la razón".
(José A. Puig)





lunes, 20 de diciembre de 2010

Ciudadanía y Civismo

El Ciudadano en General es la persona que forma parte de una comunidad política. La condición de miembro de dicha comunidad se conoce como ciudadanía, y conlleva una serie de deberes y una serie de derechos que cada ciudadano debe respetar y hacer que se cumplan como un ciudadano.
No obstante lo que antecede, conviene reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del concepto “ciudadanía”. En efecto, su significado no siempre resulta inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual. Y no tanto porque en ocasiones se aplique a ámbitos o espacios diversos, como que se emplea con distintas acepciones; sobre todo con dos:
La primera acepción del término “ciudadanía” es de naturaleza predominantemente formal y jurídica. En efecto, “ciudadanía” alude ante todo a los derechos y deberes que corresponden a los miembros de un Estado. Es pues un vínculo jurídico que une al ciudadano con el Estado del que es miembro. Ello le habilita para participar activamente en sus decisiones (derecho al voto entre otras). Aquí ciudadanía equivale a “nacionalidad”. Siendo pues los nacionales de un Estado los que poseen la plenitud de derechos que este reconoce. Sin embargo los extranjeros, pueden tener reconocidos los derechos civiles, e incluso los socio-económicos, pero no poseen la totalidad de los derechos políticos.
Esta primera acepción, con ser correcta, no permite observar su importancia actual, lo cual nos obliga a definir una segunda acepción del término “ciudadanía”, mas usado y moderno. Esta segunda acepción alude también a la relación del individuo con el Estado, pero en una forma más amplia y sustantiva, no estrictamente jurídica, e incluyendo a la sociedad de la que el Estado es expresión política. En esta acepción, la ciudadanía supone y representa ante todo la plena dotación de derechos que caracteriza al ciudadano en las sociedades democráticas contemporáneas. De esta forma, la ciudadanía resulta de la acumulación de los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos socio-económicos, que se extienden y cobran carta de naturaleza con la universalización de los servicios públicos y el Estado de Bienestar.
Con esta segunda acepción, la ciudadanía implica también “posesión” de las condiciones necesarias para poder hacer efectivos sus derechos, y de esta forma los individuos no queden desvirtuados o anulados por graves situaciones de desventaja (como la discriminación, racismo, etc.)
Histórica y después etimológicamente, la ciudadanía aludía a la relación de un individuo con su ciudad. El ciudadano era primordialmente el habitante de una ciudad, ya fuera una ciudad-estado en la Grecia clásica o una ciudad libre en la edad media y en la moderna.
Pero, en realidad, no todos los habitantes de la ciudad eran “ciudadanos”. La ciudadanía estaba por lo general circunscrita a los “hombres libres”, que tenían derecho a participar en el debate público en tanto contribuían directamente al sostenimiento de la ciudad, ya fuera pecuniaria o militarmente. La ciudadanía no se extendía generalmente a los extranjeros o “metecos”, ni a las mujeres, ni a los sirvientes.
La noción de ciudadano, asociada a la moderna idea de “nación”, revivió y cobró nuevas dimensiones a fines de la edad moderna, especialmente con las revoluciones francesa y americana. Desde entonces, ciudadano se identifica con persona, desapareciendo, entre otras, las condiciones excluyentes asociadas con la edad, el sexo y la propiedad. La nación, titular de la soberanía, se concibe como el conjunto de los ciudadanos; en consecuencia, el poder emana de éstos y se ejerce en su nombre. De aquí deriva el corolario de los deberes y obligaciones, consustancial a la noción de ciudadano: poseedor de los derechos, protagonista del destino y por ello responsable de la cosa pública. Las revoluciones francesa y americana, con su insistencia en los derechos del ciudadano, supusieron para la mayoría de la población el paso de la condición de súbdito a la de ciudadano.
En el curso del tercer cuarto del siglo XX, la universalización en las sociedades democráticas más desarrolladas de los servicios públicos, la general elevación de los niveles de vida y la extensión de los derechos socio-económicos —incluidos los sindicales—, no sólo confiere un nuevo sentido a la idea de ciudadanía sino que la extiende a la gran mayoría de la población. Hito decisivo, pues, en la evolución del concepto es el desarrollo de los Estados de Bienestar. El padre intelectual de esta decisiva ampliación es el sociólogo británico T. S. Marshall[1], que en 1950 definió la ciudadanía como el status que corresponde a quienes son miembros plenos de una comunidad.
Marshall distingue tres etapas: una "ciudadanía civil" en el siglo XVIII, vinculada a la libertad y los derechos de propiedad; una "ciudadanía política" propia del XIX, ligada al derecho al voto y al derecho a la organización social y política y, por último, en esta última mitad de siglo, una "ciudadanía social", relacionada con los sistemas educativos y el Estado del Bienestar.
Como señala Marshall, ser ciudadana/o de pleno derecho hoy implica "desde el derecho a un mínimo bienestar y seguridad económica hasta el compartir al máximo el patrimonio social y a vivir la vida de acuerdo con los estándares imperantes en la sociedad".

La idea de “ciudadanía” se convierte así en un ideal democrático e igualitario. La democracia es una palabra indispensable que engloba dos términos muy importantes: Ciudadanía y civismo. Si bien es cierto que democracia es un régimen político donde los “ciudadanos” eligen a sus representantes. Sin embargo, la democracia es mas que eso, es un estilo de vida que nos permite gozar de determinados derechos, y también una serie de obligaciones, para que con nuestra participación se pueda construir una vida común, buena y justa para todos.
Pero la realidad es que nosotros, los ciudadanos, no vivimos en democracia pues no cumplimos esos deberes que se nos han asignado, y asumimos una postura confortable, lo que en interacción social se le llama “integración pasiva”, desde la cual observamos, como simples espectadores, incapaces de participar activamente y colaborar en la mejora de nuestra sociedad.
Si pensamos que la democracia empieza con la mayoría de edad estamos muy equivocados, la democracia empieza con la ciudadanía y somos ya ciudadanos al nacer, porque la vida democrática empieza en nuestra familia y se continua en el colegio.
Pero el progreso práctico de la ciudadanía no es lineal ni ininterrumpido. Su evolución está fuertemente influida por el proceso de conversión de un cierto número de sociedades en multiculturales y pluriétnicas, como actualmente estamos viviendo.
En efecto, la gran actualidad de la idea de ciudadanía sería difícilmente comprensible sin el impacto de la “nueva inmigración”, la que se produce desde mediados de los años setenta del siglo XX, con sus nuevos caracteres y en un contexto distinto del de las migraciones de la era clásica. Posiblemente el rasgo más destacado de las migraciones internacionales en nuestros días sea la extraordinaria diversidad humana que entrañan. Hace sólo cincuenta años, sin embargo, el paisaje social era sensiblemente diferente en todos los lugares al actual.
En poco tiempo algunas sociedades, entre ellas las de la Unión Europea, han experimentado una de las transformaciones más profundas e influyentes ocurridas hasta la fecha: su conversión en sociedades pluriétnicas y multiculturales. Este importante cambio social afecta profundamente a la estructura social (con la creación de nuevas desigualdades o de la perpetuación de las viejas), al mercado de trabajo, a la provisión de servicios públicos básicos y a los establecimientos que los proporcionan, a las infraestructuras sociales y al Estado de Bienestar. Incrementa considerablemente el pluralismo cultural, lingüístico y religioso; afecta a la etnicidad, a los sentimientos identitarios y a la concepción de la nación (el “nosotros” y el “ellos”). Todo ello pone a prueba la solidez de algunos de los principios ilustrados sobre los que se fundaron las sociedades democráticas, como la igualdad básica entre los ciudadanos y la cohesión social.
Pues bien, la combinación de un considerable aumento de la diversidad humana, en un cierto número de sociedades receptoras, con crecientes dificultades de integración social, otorga nueva vida al concepto “ciudadanía”. La inmigración da lugar a marcadas “gradaciones” de la ciudadanía; y, a la inversa, crea las condiciones para que la extensión de la ciudadanía consiga una reivindicación. A la ciudadanía se opone la exclusión, social y política. En las filas de la primera militan desproporcionadamente los inmigrantes; la segunda afecta sobre todo a los que tienen la condición de “extranjeros perpetuos”.
La diversidad humana contiene grandes promesas (realidades claras en algunos lugares), pero su acomodo no se está revelando fácil. Frecuentemente, las desventajas de origen, unidas a prácticas informales como la discriminación y el racismo, resultan más fuertes que los derechos. En consecuencia, el principio de ciudadanía exige la superación de desventajas de partida y combatir la discriminación. En ambas empresas (desventajas y discriminación) los poderes del estado tienen especial responsabilidad, pero siendo esto necesario no es suficiente.
El acomodo de la diversidad, con la consiguiente eliminación de la discriminación y la neutralización del racismo y la xenofobia, dependen decisivamente de los ciudadanos, de sus orientaciones y comportamientos: de la cultura cívica o ciudadana de la sociedad. Esta, a su vez, debe encontrar sus más sólidos basamentos en la escuela, pero debe permear la vida entera de la sociedad.
De la cultura cívica dependen en buena medida la calidad moral de la sociedad y la calidad de la democracia.
La cultura cívica propia de una sociedad democrática avanzada tiene su pilar central en un elevado grado de civismo. La calidad de la convivencia depende ante todo de éste. Los diccionarios definen el civismo en dos sentidos distintos: como respeto por las instituciones y celo por su defensa; y como cortesía y generosidad al servicio de los demás ciudadanos. La calidad de buen ciudadano es equivalente a la calidad de cortés y educado, en los sentidos más amplios de estos términos que nos llevan a una buena convivencia.
"Conferencia dada en CASA de la CULTURA del Ayuntamiento de Torrente el 25 de Noviembre de 2010 por José Antonio Puig Camps"


[1] Thomas Humphrey Marshall (1893-1981) Fue un sociólogo inglés, que escribió sobre el concepto de ciudadanía