Decimos que la felicidad no existe totalmente. Esa
aspiración universal se encuentra llena de dificultades para alcanzarla, unas
veces por su casualidad (fortuito) y otras muchas por su causalidad (causa-efecto).
La historia de la ética, como indica R. Spaemann, es de algún modo la expresión
de un dualismo difícil de superar entre concepciones morales eudemonistas
(determinar la vida lograda y como alcanzarla) y universalistas (definir el
deber y como cumplirlo), o lo que es lo mismo, el deseo de una felicidad
individual o colectiva.
El “eudemonismo”,
es un concepto filosófico de origen griego que recoge esencialmente diversas
teorías éticas (hedonismo, estoicismo y utilitarismo), cuya característica
común es justificar todo aquello que sirve para alcanzar la felicidad. Una
felicidad entendida como estado de plenitud y armonía del alma, diferente del
placer (que era un complemento). Aristóteles, que fue uno de los primeros
eudemonistas (y el más importante), afirmaba que para llegar a la felicidad hay
que actuar de manera natural. Es decir, con una parte animal (bienes físicos y
materiales), una parte racional (cultivando nuestra mente) y una parte social,
que se concretaría en practicar la virtud, que según Aristóteles se situaba en
el punto medio entre dos pasiones opuestas. Por otra parte el “universalismo”,
en general, es una idea o creencia en la existencia de una verdad universal, objetiva y/o eterna,
que lo determina todo, y que por lo tanto, es y debe estar presente igualmente
en todos los seres humanos. Un pensamiento universalista asegura la veracidad
de una forma única o específica de ver, explicar u organizar las cosas. Es
frecuente que hayan distintas ideologías universalistas que resulten muy opuestas
entre sí (religiosos, moral, etnocéntrico, etc.).
Este dualismo ético tiene en común la percepción de que ni
la felicidad (justificación del acto para conseguir el fin) ni el deber (única
forma de ver las cosas) están exentos de dificultades. Si con la ideología
pretendemos establecer un sistema de creencias que ofrezcan un sentido completo
al mundo que nos rodea, con el relativismo se pretende establecer que los
puntos de vista no tienen verdad ni validez universal, sino solo subjetiva.
Así, que todo aquello difícil de alcanzar, como la felicidad o cumplir con
nuestro deber, se relativizan de diversos modos: Unas veces, como desilusión y
descontento por el fin alcanzado, es decir, como desazón por obtener menos de
lo que esperaba. Otras, como sensación de haber pagado por un determinado fin
un precio demasiado alto.
Sentirse así defraudado de un modo u otro, es el indicio de
la insuficiencia de cualquier fin particular como fin último. Esa
insuficiencia, por su parte, es la manifestación de un horizonte que trasciende
los fines particulares y, en consecuencia, el anhelo de felicidad y bondad o
maldad de la acción para alcanzar el fin deseado quedan totalmente
condicionados. Así, las reglas o normas por las que se rige la conducta o el
comportamiento del ser humano en relación a la sociedad (así mismo o a todo lo
que le rodea) lo denominamos la moral o moralidad. Es en definitiva el
conocimiento que todo ser humano tiene de lo que debe hacer o evitar para
mantener su estabilidad social. ¿Es entonces la moralidad el fin de la vida
lograda, o de la vida a la que todo el mundo aspira?
Para San Agustín y Santo Tomás, consideran que no es la
moralidad el fin, sino exclusivamente el medio de la vida lograda. Por lo tanto
el dualismo ético, presentado al inicio de este articulo, empieza a manifestar
una cierta convergencia entre lo moral y lo aspirado en nuestra vida. O sea,
entre concepciones morales eudemonistas (determinar la vida lograda y como
alcanzarla) y universalistas (definir el deber y como cumplirlo).
Es en la filosofía cristiana donde se puede encontrar un
fundamento de la ética capaz de proporcionar unidad y armonizar entre si la
aspiración a “la vida lograda” y “el obrar justo”. El cristianismo vincula la
noción de felicidad con la doctrina del “eros” (una de las caras del amor) y
con la del bien en si, proporcionando con claridad y perfección la unión de lo
bello y lo bueno, del eudemonismo con una moral del amor desprendido (la otra
cara del amor). La idea clave se halla en pensar el amor a Dios como motivo
fundamental de toda moralidad. El amor supone la superación del dualismo ético,
en la medida en que reconcilia definitivamente las nociones de “eudaimonia”
(plenitud del ser o felicidad) y
“deber”. Lo que mueve a obrar moralmente (es decir, el amor) es al propio
tiempo aquello cuya realización se piensa como bienaventuranza (Spaemann). Por
eso San Pablo refiriéndose al amor que inspira todo obrar moral, dice que “ no
cesa nunca jamás”, es decir sobrevive al estadio de la moralidad.
José Antonio Puig Camps (junio 2013)