El Señor
Dios plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en el al hombre que
había modelado. … El Señor Dios dio este mandato al hombre: “Puedes comer de todos
los árboles del jardín; pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no
comas; porque el día que comas de él, tendrás que morir” (Génesis 2,
4b-9.15-17). La serpiente fue más astuta…, y dijo a la mujer: “¿Con que Dios os
ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?”… “No es verdad que tengáis
que morir. Bien sabe Dios que cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y
seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. (Génesis 3,1-8). Según
la Biblia, la historia de la caída del hombre muestra su intento de rebelarse
contra su estado de ser criatura, tratando de ser como Dios, para realizarse
completamente. Deseando proyectarse al margen de su Creador y mostrando la
historia de su amor para consigo, su confianza en sí mismo y su afirmación
personal. Con esta actitud lo que niega es el poder de Dios en la vida. Rompe
totalmente su relación con él, haciendo prevalecer la soberbia a la humildad,
la rebeldía al acatamiento, el orgullo a la modestia.
Esta
ruptura es consecuencia de la libertad que Dios ha concedido a la persona
creada, que es libre de elegir. Mentalmente, hombre y mujer fueron creados como
un ser racional con voluntad propia y con capacidad de tomar decisiones
libremente. Este es el reflejo de la inteligencia y la libertad de Dios que no
quiso inmiscuirse o injerir en la vida del ser creado a su imagen. Esa
capacidad de la persona, su libertad de elección, es un don de Dios que no
desea que seamos simples peleles o muñecos para ser manejados. Pero toda
libertad exige o compele ser responsable de lo que escoge, es un privilegio
dado al hombre que Dios nunca violaría. Pero su magnanimidad es tal que cuando Dios
redime a un individuo, comienza a restaurar su semejanza original, haciendo de él
“el nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”.
Nuestra
historia está henchida de muestras de desplantes realizados a Dios por el ser
humano. Actos llenos de arrogancia, insolencia o descaro. Un distintivo o una
maldición que acompaña a la persona a lo largo de esa historia de la vida. Un
pecado -original- que no sólo muestra la transgresión voluntaria y con
conocimiento de un precepto religioso, sino que es todo aquello que se aparta
de lo recto y justo, que quebranta o transgrede lo que es debido. Una
transgresión que anula el precepto dado al ser creado en la justicia y santidad
de la verdad. Esa violación de la persona al mandato divino le lleva a
disfrazar la verdad con la mentira. La mendacidad, la miseria humana, incapaz
de soportar las consecuencias de decir la verdad, de asumir el acto elegido y
de creerse las propias fabulaciones. Por eso, la primera acción del ser humano,
según el relato bíblico, fue mentir o dejarse engañar por una mentira.
La
falta de humildad condujo al hombre al pecado. La falta de humildad está
llevando al hombre a creerse Dios. Esa creencia ha sido siempre el inicio de
toda guerra, revolución, enfrentamiento o conflicto. No somos, ni seremos
capaces de llegar a tener el grado de humildad para reconocer que somos seres
con capacidades limitadas. La arrogancia del ser humano no tiene límites,
piensa que cuando coma de ese fruto del conocimiento del bien y el mal será
como Dios. La astuta serpiente sabe disfrazar la alucinación de realidad, mostrando
los placeres de la vida como la manzana del paraíso que nos permitirá obtener
todo lo deseado liberándonos de las cargas de la vida. Todo vale, todo debe
estar permitido al ser humano, la eutanasia, el aborto, la clonación,
reasignación de sexo, liberarse de normas y leyes, la ficción transgresiva, o
cualquier otra cosa que se le ocurra en favor de sus apetitos personales, de su
ambición y capricho capaz de fascinar, seducir o embobar a su prójimo elegido.
Un
albedrio que nos hace perder nuestra libertad exterior y, por ende, la libertad
interior. Los místicos siempre supieron que en el interior del hombre, más allá
de la mente condicionada por las modas, hay una presencia incondicionada, un
nivel más consciente, un saber escuchar el silencio, ese silencio habitado que
supo conocer San Juan de la Cruz. Saber escuchar a Dios, que se revela a todos
sin excepción alguna y nos permite, en los momentos críticos de nuestra vida,
refugiarnos en Él. Nunca seremos Dios, pero siempre seremos hijos suyos.
José Antonio Puig Camps (Dr.
Ingeniero y Sociólogo). Presidente de AGEA Valencia
Twitter: @japuigcamps
Publicado 01-12-2017
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