El feminismo actual, para algunos
de cuarta generación, está basado en la ideología de género que establece como
base de sus reivindicaciones que las diferencias entre el hombre y la mujer son
construcciones culturales, un aprendizaje social independiente del sexo, es
decir diferencias culturales y no biológicas. Desde las primeras
reivindicaciones de la mujer para alcanzar un status social, político y laboral
semejante al masculino, al feminismo tradicional se ha ido uniendo varias
corrientes de pensamiento que han aportado su ideología hasta llegar a este
cuerpo doctrinal lleno de evidentes contradicciones que llamamos ideología de
género.
En un primer momento, el
movimiento conocido como “feminismo”, que aparece en una revista de finales del
siglo XIX (La Citoyenne, 1882), reivindicaba el derecho al voto femenino, a
ejercer profesiones consideradas como “masculinas”, al acceso a las
universidades y el obtener un salario digno. Los años 60 aportan una nueva ola
feminista liberal representada por la NOW (National Organization for Woman) de
Betty Friedan –La Mística de a feminidad, 1963- que radicaliza el pensamiento
de Simone de Beauvoir. Paralelamente, la liberación sexual de la mujer supone
que ésta se comporte frente al sexo como podría comportarse un varón, es la
liberación sexual que exige un sexo sin “consecuencias indeseadas”, es decir,
sin maternidad para la mujer: y ahí son determinantes la homosexualidad, la
anticoncepción y el aborto. Este feminismo radical, protagonista de los años
60-70 del siglo XX, llamado de tercera generación, presenta dos perfiles: uno
liberal-reformista: orientado a que la mujer sea dueña de su propio cuerpo;
otro activista político: centrado en la lucha de clases y en la búsqueda de la
desaparición de la familia causa de la opresión feminista. En ambas variantes
se detectan dos características que derivan de su base ideológica socialista:
la falta de ética en la utilización de los medios para obtener sus fines y el
totalitarismo en la imposición de sus postulados.
Es en 1975, en la conferencia de Naciones
Unidas sobre la mujer, donde irrumpen con exigencias las feministas de género. A
lo largo de los años 80 y 90 del pasado siglo, las ideólogas de este feminismo
de género, en su inmensa mayoría lesbianas, fueron radicalizando la ideología y
disociándose definitivamente de la biología femenina. Esta nueva ola de
feminismo llamado de género, tal y como aparece en el libro de Cristina Hoff
Sommer “Quién robo el feminismo”, se
contrapone al feminismo de equidad, que busca la igualdad de derechos y
dignidad para todos. El feminismo de género considera que el sexo es
discriminatorio por sí mismo ya que el sexo es diferente para hombres y
mujeres, sin embargo, el género, es decir, la construcción social que de
nuestra sexualidad hagamos, deslindada de la realidad biológica, es totalmente
antidiscriminatorio, según los parámetros de la ideología de género. Es
entonces cuando la libertad de las mujeres se asoció a su salud sexual y
reproductiva, a la desaparición de “consecuencias indeseadas y
discriminatorias” de la biología, es decir, aborto, contracepción, vientres de
alquiler, etc., cuyos resultados acarrea a la mujer prejuicios para la salud y
traumas por la eliminación de un hijo en formación, ¿hasta qué punto la cuota a
pagar por una liberación sexual al margen de la biología, está siendo un precio
excesivo para la propia mujer a la que se dice beneficiar?
Desaparecido el feminismo de
equidad, por este nuevo feminismo tan extremista, los movimientos feministas
toman una nueva deriva de radicalización que va unida a la renuncia absoluta al
cuerpo femenino. Con una creciente mayoría de representantes partidarios de
estas teorías en la ONU y de la multinacional del aborto International Planned
Parenthood (IPPF) diseñando los programas de “salud sexual y reproductiva” de
la mujer, teóricamente buscando el beneficio de la mujer pero, en la práctica,
embolsándose increíbles cantidades de dinero por ello. La deriva de género se
empieza a imponer al mundo mediante diversos tratados que obligan a los países
firmantes. Es en la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la
Mujer, celebrada en Pekín (septiembre 1995), en la que se instauró el uso de la
palabra “género” como el rol social, que en nada tiene que ver con el sexo al
que se pertenece, que viene asignado por la educación que se recibe y no a la
biología que es lo evidente. A partir de Pekín, el desembarco de la ideología
de género ha sido un paseo triunfal por un mundo engañado, desprevenido o sin
capacidad de defenderse.
La ideología de género afirma que
hombres y mujeres somos exactamente iguales en todo, no sólo en dignidad y
derechos, sino que afirma que tenemos las mismas percepciones, capacidades,
gustos, deseos, comportamientos e intereses y que somos intercambiables, como
dos ladrillos en una pared, sí se nos educa de igual forma. Puesto que es la
educación, y no la biología, la que nos hace hombres o mujeres, la “culpa” de
que una mujer sea tal cosa es de los vestidos, las muñecas, el color rosa y el
ejemplo nefasto de su madre. De esa misma forma, los balones, los juegos
competitivos, el color azul y el referente paterno es lo que hace varón al hombre.
Igualmente sería de esperar que una educación idéntica nos hiciera ser
idénticos. Esta deriva hacia el feminismo de género confunde el cuerpo y la
fisiología con organigramas culturales y sociales, pensando que negar una
realidad la va hacer desaparecer. Una deriva que llega a considerar como
culpable de todos los males de la mujer al hombre a quién, en palabras de Andy
Warhol, habría que exterminarlo y evitar traerlos al mundo.
Estas ideas se están difundiendo
constantemente en manifestaciones y coloquios de la ideología de género, sin
que nadie prohíba su difusión. Unas ideas, comparables al “Mein Kampf” de A.
Hitler, que vertebran el discurso feminista de esta cuarta generación incitando
a la merma de derechos de los varones que ya aparecen en algunas leyes. Una
cuarta generación de feminazis (acrónimo de feministas y nazis), feministas
radicalizadas, cuyas ideas no solo se propagan sino que son aplaudidas. Un odio
al varón que está ayudando a que muchas mujeres frustradas y sin excesiva
capacidad de análisis aborrezcan, de forma irracional y hasta querer su muerte,
a un colectivo al que culpan de todas las maldades en el más puro estilo
utilizado por regímenes dictatoriales de triste recuerdo contra etnias,
religiones o razas “eliminables”. Un hembrismo que reivindica una posición de
supremacía femenina equivalente a lo que se achaca al concepto de machismo. Un
feminismo que podemos definirlo como el Papa Francisco indicaba de “un machismo
con faldas”.
José Antonio
Puig Camps. AGEA Valencia (Dr. Ingeniero y Sociólogo)
Blog:
http://josantoniopuig44.blogspot.com.es/
Twitter:
@japuigcamps
Publicado 27-04-2019
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